sábado, 5 de enero de 2013

INTERVENCIONES TERAPÉUTICAS LIBERADORAS

INTERVENCIONES TERAPÉUTICAS LIBERADORAS

Cuando pensamos en la salud tenemos unos criterios para pensar lo que es salud y enfermedad, criterios que dependen de valores culturales que orientan las prácticas políticas y económicas en lo referente a la sanidad. Estos criterios no son explícitos pero tienen una operatividad concreta presente en las prácticas terapéuticas porque afectan tanto a quien consulta como a quien asiste. Por eso es sumamente importante saber que las teorías que sostienen una práctica nunca son neutras ni ajenas a las circunstancias sociales donde estamos inmersos. Las ideologías son sistemas de ideas y connotaciones que disponemos para orientar nuestras acciones, pensamientos más o menos concientes o inconcientes que tienen una gran carga emocional pero que sin embargo son defendidos por quienes los sostienen como pensamientos puramente racionales, ajenos a cualquier ideología. Sin embargo, tales creencias no difieren mucho de las creencias religiosas con las que comparten un alto grado de fe que es impermeable a cualquier constatación empírica en contrario.

Michel Foucault en Historia de la sexualidad nos advierte que el género no es algo que existe originariamente en los seres humanos sino que es el resultado de representaciones que se construyen y se reproducen en nuestra socialización a través de medios de comunicación, cine, teatro, prensa, radio, tv, publicidad, la escuela, la familia, los tribunales de justicia, universidades, comunidades intelectuales. Por ejemplo, el contenido de las series televisivas no es libre del todo porque los guiones van modificándose de acuerdo a la audiencia y a las tendencias de la gente que con los medios actuales como los blogs van dando sus opiniones y votan. Entonces se trata de modificarlos para satisfacer las tendencias mayoritarias. Se refuerza así el efecto marginador de otras voces disidentes que quedan así o bien fuera del discurso o bien estableciendo con las tendencias mayoritarias un compromiso de visibilidad que sólo refuerza la presunta normalidad de la mayoría. ¿Cómo afecta al género toda esa producción de significado? Infiltrándose en el discurso común con el efecto tramposo de homogeneizar a las mujeres y a los hombres haciéndoles creer que sus maneras de comportarse se deben esencialmente a su biología, al mundo natural. Volveré sobre este punto más adelante no sin recordar a Teresa de Laurentis que señala a su vez la fuerza opresiva que tienen los discursos para ejercer violencia hacia las personas, aunque provenga de discursos filosóficos, científicos,  audiovisuales o del discurso corriente.   

¿Cómo afecta esto a la práctica terapéutica? En la intervención de hoy quisiera exponer ante ustedes algunas reflexiones que espero se tengan en cuenta a la hora de escuchar los malestares tanto femeninos como masculinos porque no vivimos en un mundo que las cosas de un género no afecten al otro. Las mujeres especialmente hemos sufrido de bastante iatrogenia gracias a intervenciones terapéuticas marcadas por creencias erróneas e ideológicas de nuestros terapeutas. En un mundo que todavía lucha por hacer realidad la paridad simbólica y práctica entre hombres y mujeres, todavía quedan muchas rémoras de desigualdad que se manifiestan en distintos campos. La actitud de algunos terapeutas en diferentes temas no es la misma si se trata de hombres o de mujeres, según las ideas que tenga acerca de los roles de género y de sus propias valoraciones personales, que aunque no lo sepa y crea ser un observador neutral influirán en sus intervenciones tanto en sus decires como en sus silencios frente a lo que escucha.  Lo que cree como saludable en temas que se relacionan con la conciliación de vida familiar y laboral, la relación con el dinero, la búsqueda de prestigio y realización personal, la dependencia económica, el ejercicio libre de la sexualidad, el cuidado de personas dependientes o de los hijos, la violencia de género, la reproducción asistida, la adopción, el abuso de niños, si la autoridad en la familia corresponde al padre o bien piense en una metáfora que la convierte en una función que puede ser sostenida por alguien independientemente de su sexo biológico. Este punto por ejemplo, es muy delicado, porque depende de lo que se piense al respecto, distintas serán las concepciones del tipo de familia que ofrecería una mejor opción para el desarrollo emocional de los hijos. Los que creen que la familia nuclear tipo, -papá-mamá-niños-, es la única que garantiza ese resultado, es porque creen que el padre necesitado es la figura masculina real que se compromete a criar a ese niño. Si en cambio se concibe la terceridad necesaria para ejercer una autoridad y poner límites, es obvio que entonces no se necesita necesariamente un hombre en la familia para criar a unos hijos sanos, sino alguien que pueda ejercer una función de separación con el vínculo materno demasiado absorbente. Entonces, la misma concepción de familia cuando se intenta homogeneizarla alrededor de la familia nuclear como la única posible, no sólo desconoce su carácter histórico cambiante sino que es altamente prejuiciosa, porque ignora la diversidad de familias que existen en la actualidad que no responden al modelo clásico y que según investigaciones realizadas con los hijos de éstas, no presentan los daños que auguraban los detractores de esas familias. Por tanto, para la comprensión de los malestares de uno y otro sexo, el terapeuta no es ajeno a su ideología personal ni esta ideología personal es ajena a las teorías que utiliza para entender lo que escucha. Por otra parte, me preocupa mucho cierta tendencia actual a minimizar los afectos negativos y reforzar insistentemente los positivos desde una posición conciente. El peligro de esta actitud es taponar la verdad de la causa del malestar en las personas que tratamos y eso puede tener efectos muy dañinos por impedirle hablar de aquello que le hace sufrir.

Comencemos a cuestionar aspectos de la vida cotidiana que por su sutileza quedan invisibilizados por prejuicios acerca de los roles a desempeñar por las mujeres y los hombres, que son las semillas que generan rencores porque son violencias invisibles. Yo he recibido en consulta a una mujer que se quejaba de la actitud de su marido que no la apoyó cuando quiso emprender una actividad económica autónoma después de haber sostenido durante muchos años a su familia y a sus hijos con dedicación exclusiva. Frente a su protesta, el marido le respondió que lo que ella hizo era su obligación, se refería al trabajo doméstico y a la crianza de sus hijos, y demás está decir que este señor también consideraba que había cumplido con su obligación de marido el mantener a su familia económicamente. Y ella se sentía desarmada frente a este argumento. Pero, lo que este señor olvidaba no sólo era que no había sido el único en aportar dinero a su casa, -ella también trabajaba fuera de manera intermitente-, sino lo que el trabajo doméstico de ella redundó en un ahorro familiar que adquirió una cuantía que no hubiera sido posible sin sus servicios no pagados al trabajo y mantenimiento doméstico. Esa falta de valoración del trabajo doméstico como trabajo, tenía como efecto, que tanto su marido como ella sintieran que el llamado dinero ganancial que se supone que es de ambos, lo vivieran como sólo del marido. Lo cual a vez le daba a éste la libertad de decidir si abría o cerraba el negocio que su mujer quería emprender. Si el terapeuta no valora su actividad de ama de casa como un trabajo, estará mal preparado para ayudarla a ella a sentirse también dueña del dinero ganancial, lo que le daría la autorización necesaria para obrar y disponer de él. La plusvalía dineraria del hogar familiar tradicional se posibilita gracias al trabajo gratuito del ama de casa. Imaginen el gasto económico que sería necesario para pagar todos los servicios que se hacen en una casa si tuvieran que hacerlos una cocinera, una planchadora, una canguro. Si el hacer dinero ha sido considerado como algo “natural” para los varones, la dependencia económica también se ha considerado como “natural” en las mujeres. Si bien en las épocas que vivimos es difícil encontrar familias jóvenes donde no trabajen los dos por pura necesidad económica, es cierto que cuando las condiciones cambian y la pareja puede prescindir de la necesidad de que trabajen ambos, los maridos no resisten la tentación de querer librar a sus mujeres de la necesidad de trabajar. Pero esto que es vivido como natural silencia el privar de autonomía y capacidad de decisión a las mujeres y condiciona la sujeción hacia quien la mantiene. Eso implica que si el vínculo por alguna razón se malograra o se acabara el amor y apareciera la necesidad de separarse, esa mujer no tendría libertad para hacerlo si depende económicamente de su pareja. Esta independencia económica de las mujeres, que permite autonomía y mayor capacidad de decisión, no siempre es promocionada en los tratamientos terapéuticos a menos que se trate de situaciones críticas irremediables como un divorcio o una viudez, que es cuando normalmente se llega tarde. Sin embargo, la mirada del terapeuta suele ser más condescendiente con las mujeres, sin ser consciente de que esa actitud las fija a una posición infantil, dependiente y las deja desprotegidas de cara al futuro, sobre todo si se quedan solas. En Estados Unidos hay tal conciencia de que el amor se acaba que en los contratos matrimoniales también se establecen las condiciones del divorcio. En cambio, en los hombres se favorece la autonomía, la inmersión sin límites en el trabajo para hacer dinero, con lo cual se bloquean temas que tienen que ver con la implicación en la familia en otros aspectos que hacen al cuidado y a la ternura, la educación de los niños, el estar presentes cuando se los necesita. El tema de la dependencia –de la cual la económica es sólo un aspecto- ha sido tomado por las teorías psicológicas como formando parte de la naturaleza femenina. El psicoanálisis, como cualquier otra teoría que no es inmune a los creencias sociales entorno a los géneros y los comportamientos de rol, no ha podido eludir una cantidad de conceptos y prejuicios inherentes al momento histórico en que nació y que han llevado a reforzar y perpetuar el prejuicio de la inferioridad de la mujer y su “natural” dependencia e interpretar cualquier deseo de autonomía – que la independencia económica posibilita-   en términos de envidia con el hombre. De ahí a pensar que si una mujer aspira al dinero y la autonomía está yendo en contra de su feminidad, hay un paso, o también suponer que esa actitud no es la que le corresponde porque está buscando fuentes de satisfacción propias del varón en lugar de realizarse a través de la maternidad. Este tipo de intervenciones generan iatrogenia. Otras, como fomentar que la mujer se conforme a ganar un poco de dinero o un poco de independencia omiten encarar a fondo la real dependencia y subordinación genérica dando una fachada de libertad que al procurar un poco de satisfacción hace de pantalla que oculta la verdadera dependencia. Mi marido me deja trabajar, por ejemplo, es una expresión que oculta la indiscutida jerarquía del hombre de la familia para autorizar o prohibir conductas o decisiones que atañen a los intereses de su mujer.  Por otra parte, el no cuestionamiento del rol exclusivo de proveedor en el caso de los hombres, no los ayuda a soportar situaciones de impotencia como la pérdida del trabajo, que los obliga a depender del sueldo de sus mujeres. Esta es una de las situaciones que generan graves depresiones en los varones y si sus mujeres son víctimas de los roles tradicionales de género, tampoco podrán ayudarlos porque lo que sentirán interiormente es un sentimiento de desvalorización de su marido.  Un terapeuta con perspectiva de género tiene que ser lo suficientemente crítico para modificar las emociones que estas situaciones despiertan y ayudar a ambos personajes a superar sus sujeciones de rol. Para ello tendrá que estar convencido emocionalmente de la falta de naturalidad de los roles impuestos por género y convencer a sus consultantes de la responsabilidad de las construcciones culturales en la subjetividad. Pero no solamente hace falta poner el énfasis en los constructos culturales sino profundizar más las intervenciones dirigidas a la relación con la propia madre, que puede actuar como un factor inhibidor de la autonomía femenina y un factor de potenciación de las fantasías de omnipotencia varoniles.  Evidentemente esta manera de enfocar la terapéutica no produce los mismos efectos que una terapia dirigida desde la ortodoxia. En un caso, es liberador trabajar las  trabas a la autonomía femenina y en otro trabajar la dificultad de aceptar límites y carencias en el varón que le permitan no hundirse en situaciones de impotencia. Tratar a fondo estas cuestiones ayuda a desmitificar muchos temas considerados tabúes.

Otro de los aspectos a revisar es la idealización de la maternidad y el reduccionismo que implica colocar a la mujer como objeto de dispensadora de cuidados más que como verdadero sujeto de la maternidad. La prevención aquí se debe dirigir a integrar dicha experiencia con la biografía de cada mujer, sus condiciones de vida, su trabajo doméstico y público, su sexualidad, sus mitos y su relación con ellos. Deslindar si el deseo de ser madre es un genuino deseo de cuidar o es una manifestación sintomática que espera de la maternidad una certificación de su ser mujer. Una forma de maltratar a una mujer es reducirla a ser un mero sujeto reproductor, que llegada la menopausia, se desvaloriza. Incluso en ocasiones se le proponen intervenciones quirúrgicas, a veces innecesarias, con el pretexto de la prevención del cáncer, para extirparle los genitales internos, con el argumento de que como ya no puede concebir no le sirven para nada. Eso es negar la importancia simbólica que tienen tales órganos y su papel en la producción de placer erótico. Negación que está sostenida en la creencia en la mujer como ser que no debe tener demasiados intereses sexuales. Tal es así que cuando una mujer ejerce libremente su sexualidad aún en los círculos más progresistas escuchamos que se la define como un poco puta. Lo cual además de ser una forma de degradarla es una forma de negar que su identidad de mujer no se agota en la maternidad ni se restringe a ella.

Otro aspecto interesante a destacar es lo que piensan los terapeutas acerca de porqué soportan las mujeres el maltrato mientras que el discurso común pocas veces se pregunta porqué un hombre maltrata o no se separa de quien dice no poder soportar. No me estoy refiriendo aquí a aquellas situaciones donde a las mujeres no les es posible elegir una salida soportable por desamparo real –falta de dinero, de educación, de formación profesional, de edad, número de hijos a los que no podría mantener-. Algunas mujeres mayores que ejercen la prostitución – que siempre es una práctica de riesgo- pertenecen a este campo, porque trabajando de domésticas no ganarían lo que necesitan para criar a sus hijos. He conocido en mis talleres dados en cárceles de mujeres a muchas detenidas por pasar droga que lo hacían por el mismo motivo. Cuando pienso en porqué algunas se quedan en la relación de maltrato, me refiero a aquellos casos de  mujeres con medios económicos y  formación que les permitiría separarse de ese vínculo enfermizo y sin embargo, quedan presas de la queja sin modificar su situación. El miedo a perder consenso social, al temor de ser marginada, el miedo a la soledad, impulsan a veces a las mujeres a ser cómplices de sistemas autoritarios y a mantenerse dependientes de relaciones ingratas y peligrosas por la violencia que se  da en ellas. En estos casos prefieren  la queja porque da lugar a la expresión del malestar y de la hostilidad pero posibilita que nada cambie. Tocamos algo tan delicado como la falsa atribución de masoquismo a esta permanencia de las mujeres en un vínculo que las maltrata. ¿Pero no es acaso la cultura que sostiene la creencia que las mujeres femeninas son pasivas, receptivas, que tienen que estar a disposición del otro, que tienen que aguantar con paciencia lo que sea con tal de sostener a quien las necesita, que tienen que ser salvadoras a través de su presunto amor incondicional de las necesidades de otros, la responsable de esta permanencia? Lo que se interioriza como mandato de género es difícil de trasgredir desde dentro porque el superyó o conciencia moral si prefieren, está formado por los valores del medio social en que se ha estructurado el sujeto. Tratar de masoquista a una mujer que no abandona una relación de maltrato es ignorar  todos los determinantes sociales que marcan la subjetividad y los límites de actuación en sus posibilidades de cambio, salvo que se traten con un profesional que no sea miope en este sentido, porque si la teoría que maneja para entender los síntomas del malestar femenino sólo se detiene a analizar las causas desde un punto de vista exclusivamente intrapsíquico, -como conflictos íntimos- y no como conflictos interpersonales o sociales, sólo podrá generar más enfermedad en lugar de curar. Por otra parte, hasta ahora no he escuchado voces que se pregunten porqué un hombre maltrata o porqué no se separa  cuando dice que pega porque su mujer lo enferma.  En las asociaciones de mujeres escucho que insisten en sostener que esos maltratadores no son enfermos sino normales. Depende del concepto de normalidad que se alegue para sostener esto. Si lo que se quiere deslindar es la responsabilidad penal, tienen razón, si no son enfermos son normales y son punibles. Pero si se alega un concepto de normalidad desde el punto de vista de la salud psíquica y el desarrollo emocional es evidente que a un hombre que se le escapa tal cantidad de agresión hacia su mujer no es un hombre sano. Pero ¿hasta qué punto, la responsabilidad de nuestra cultura que enfatiza la agresividad masculina como equivalente de virilidad no es responsable del sentido de naturalidad con el que viven ciertos varones violentos su derecho a ser agresivos, incluso como correctivo aplicado a sus mujeres? Aquí la posición del terapeuta en estos temas es crucial para generar cambios o por el contrario, reforzar posiciones tradicionales que no ayudan ni a ellos ni a ellas. Si ustedes recuerdan la película Te doy mis ojos, hay una escena donde un maltratador le dice a su psicólogo con desesperación, ¿por qué ella me va a querer a mí?, sentimiento de desvalorización que era la base de sus celos excesivos que le despertaban una violencia que se dirigía a su mujer con objeto de intimidarla para que no lo abandonara. El psicólogo de la película, seguramente influenciado de psicología positiva, en lugar de ahondar en la herida abierta que este hombre le ofrecía, se limitó a decirle que ella lo quería porque él era bueno, no la maltrataba, la respetaba. Cosas que evidentemente él no hacía. Si esa intervención procuraba ser un mensaje aleccionador de lo que él debería hacer para ser querido, esta intervención sólo produjo una retracción de la expresión sincera de los sentimientos de este hombre, cerrando su posibilidad de análisis de las verdaderas causas que lo torturaban, pero también, lo que es más grave, afectando a su creencia en la efectividad de las terapias. En cambio, una intervención verdaderamente terapéutica hubiera sido investigar porqué ese hombre decía que sólo sabía hacer albaranes y cómo sentía que estaba ubicado en una posición que lo feminizaba porque era incapaz de rebelarse con su hermano que lo machacaba, a quien sentía viril, y lo explotaba en el trabajo de una empresa familiar, y su mujer también se apañaba mejor que él en el desempeño de sus relaciones sociales  en el museo donde había empezado a trabajar como  guía de arte. Otra escena de esa misma película es cuando un maltratador en el trabajo grupal intenta justificarse diciendo que él le pegaba a su mujer porque cuando llegaba cansado a casa, con ganas de sexo, ella no estaba dispuesta. Pero en su relato, algo del orden de la verdad lo sorprendió y dijo que sin embargo, algo se le disparaba ahí, haciendo alusión a otro tipo de causa que aunque ignoraba cuál, tenía cierta sospecha de que sus argumentos racionales no explicaban la verdadera motivación que le llevaba a ser violento. 
 
Otras intervenciones en temas como la reproducción asistida que parece tan natural, obvian el sentimiento del varón cuando es éste quien no puede tener hijos, colocándolo en una situación de rivalidad  donde él es perdedor frente al hombre potente que fecunda a su mujer. No importa si el donante es anónimo, ese tercero planeará como fantasma  en la relación con su mujer y puede condicionar la relación con el hijo que siempre sentirá como de ella, no de él. Esta situación es semejante al sentimiento de adulterio. Recuerdo un caso de un niño adoptado que traté por dificultades de insomnio, sonambulismo, fabulaciones. El padre era estéril, su mujer no. Decidieron la adopción porque querían criar a un hijo. Cuando el niño empezó a rebelarse y a quejarse del maltrato que recibía de su padre, vinieron a entrevistarse conmigo porque pensaron que el niño empeoraba, cuando en realidad estaba empezando a curarse. El padre en esa ocasión, además de intentar desprestigiar la tarea hecha con el niño, exclamó furioso que yo no sabía lo caro que le estaba resultando ese niño. Evidentemente se refería a lo caro que le estaba resultando el tratamiento, el colegio privado y demás. Pero lo verdaderamente caro e insoportable era su sentimiento de desvalorización como hombre por hacer sinónimos esterilidad con impotencia. Nada hay que provoque un sentimiento de humillación tan potente en un hombre como la caída de sus atributos fálicos. Y por otra parte, el sentimiento de inferioridad frente a su mujer que sí podía tener hijos propios y que renunció a la maternidad biológica para mantener el vínculo con su marido. Postura sacrificial  que cuando se trata de un asunto tan delicado como la maternidad deseada por una mujer, despierta mayor rabia e impotencia en este hombre. Una intervención liberadora hubiera sido señalar estas causas de malestar y colocar a esa pareja en situación de asumir las dificultades de cada uno y también las potencialidades. ¿Qué eso puede llevar a una ruptura del matrimonio? Sí, pero hubiera sido más sano para todos y sobre todo, también para el niño.
                       
Dado que en nuestros días hay alianzas amorosas muy variadas y adscripciones al género que no dependen sólo de la biología, quiero también dedicar un apunte a estas cuestiones. Dado que estas jornadas se refieren a las mujeres, pregunto, ¿considerarían ustedes mujeres a sujetos biológicamente hombres que se sienten mujeres y dicen estar en un cuerpo equivocado? Hay un movimiento social importante que busca la despatologización de la transexualidad y el reconocimiento del género al que dicen pertenecer subjetivamente. Nada como este planteo más radical nos pone en evidencia que el género es una construcción social que no esta asegurado por la pertenencia a una biología determinada. ¿Es terapéutico tratarlos como mujeres? Sí. Pero no todos los terapeutas están de acuerdo en despatologizar la transexualidad, que es lo que pide este colectivo.

En temas como la orientación sexual  no acorde con la supuesta alianza entre género biológico y elección de objeto sexual, me estoy refiriendo a la homosexualidad, hay todavía muchos prejuicios que a pesar de los avances sociales en estos temas, hay rémoras teóricas y prácticas que todavía generan iatrogenia en quienes consultan. Las teorías que se refieren a estos sujetos como perversos, se equivocan  porque la perversión se caracteriza por la fijeza de la escena fantasmática que le procura el goce y por no tener en cuenta en absoluto al otro, salvo como mero instrumento para lograr sus fines. Perverso es un pedófilo, un abusador de niños, un violador que goza con la crueldad. No se puede hacer de la homosexualidad una categoría diagnóstica. Pero una mirada que no considere esto de esta manera, intentará corregir esta tendencia con resultados iatrogénicos porque no sólo no logrará lo que persigue, -el deseo es ineliminable e incorregible-, sino que generará más sufrimiento. Las famosas terapias de electrochock, herederas de la psiquiatría decimonónica, para pretender curar la homosexualidad aún se siguen aplicando en ciertas clínicas de Barcelona. Sin ir más lejos recuerden a quien llamó a declarar al Senado el gobierno del Partido Popular cuando se debatía la aprobación de la ley que autorizaba los matrimonios homosexuales: a un profesional psiquiatra que estaba convencido de que la homosexualidad era una enfermedad. Por tanto, debía ser curada. Las terapias que pretenden esto se fundan en el reflejo condicionado. Muestran imágenes que pueden provocar el deseo en quienes las ven y entonces se les aplica en esos momentos descargas eléctricas para que queden asociadas dichas imágenes al dolor y provoquen su rechazo. Pero eso no cambia la orientación del deseo. No nos confundamos creyendo que como hoy la homosexualidad es visible está superado todo esto. El bulling en los colegios afecta de manera más cruda a los jóvenes a quienes se les acosa cuando presentan rasgos o conductas consideradas femeninas, o muestran signos de fragilidad o cuando hay una sospecha de homosexualidad. Hablar de tolerancia frente a estos temas no es lo mismo que normalizar. La serie televisiva Física o química por ejemplo, por citar una de ellas, a través de la introducción algunos personajes gays, puede parecer un ejemplo de modernidad y tolerancia. Lo mismo que en otras series aparecen personajes gays o lesbianas como en Hospital central en ambientes de trabajo, que pretenden dar una visión de normalidad de esa opción sexual, son para satisfacer a un público que reclama visibilidad y tiene derecho a ello. Pero hablar de tolerancia introduce un matiz semántico que oculta que se la considera una desviación con respecto al patrón de normalidad que estaría representado por el patrón heterosexual. No es lo mismo que considerarla una opción tan legítima como la mayoritaria heterosexual. Quien sostenga hoy, como los ortodoxos de ciertas teorías, que los homosexuales no se someten a la ley del padre, que no aceptan la castración, que no reconocen la diferencia de sexos, es que no han tratado nunca a un homosexual. La alteridad es algo mucho más complejo que la mera diferencia anatómica. Y como sostiene Judith Butler, la heterosexualidad no es el original del que la homosexualidad sería una mala copia. Lo hetero también tiene su inconsistencia. Prueba de ello es la homofobia y la cantidad de deseos espúreos que sostienen el deseo hetero. Si alguien se siente amenazado es que no está demasiado seguro de la coherencia de su deseo. Pero la sociedad necesita sentirse tranquilizada a través de su reconocimiento en identidades normalizadas. Eso siempre implica un reduccionismo que no refleja la realidad compleja de las identidades, reduccionismo que intenta dar coherencia a la inconsistencia propia del deseo.



CLAUDIA TRUZZOLI
Ponencia presentada en las Jornadas de Mujeres y Salud en el Ayuntamiento de Cervera el día 6 de noviembre de 2010.          

  

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