CONDICIONES PSICOLÓGICAS Y SOCIALES DEL APEGO VIOLENTO
Después de haber escuchado la clarísima exposición de Dolores Giuliano acerca del tratamiento social de la violencia de género, me gustaría hacer algunas aclaraciones diferenciales en lo que se refiere a la tolerancia social, que de manera subliminal favorece que no se aborde de una manera más radical el cuestionamiento del problema de la violencia en las relaciones íntimas. Recuerdo un caso que tuvo gran repercusión social, el de Nani, mujer que mató a su marido en defensa propia, después de años de soportar malos tratos, que era el único sustento de sus hijos, a la que se condenó a prisión porque no se le creyó que lo mató en defensa propia. Recuerdo otro caso de un hombre que mató a su mujer y luego se entregó a la policía, se le absolvió por falta de antecedentes penales. Sentencias aberrantes donde las haya.
Estas son las
cuestiones que tocan el núcleo del problema en el sentido de que hay una
especie de solidaridad genérica entre hombres, en el sentido de defender la agresividad,
de defender la violencia, de defenderse entre ellos, que está muy fomentado,
muy potenciado por nuestra cultura. Tal es así que recuerdo otro caso
ilustrativo al respecto, el de un hombre gallego, que a raíz de una disputa con
su mujer, donde seguramente él la amenazó, y ella le contestó: “no tienes
huevos”, fue razón suficiente para él para rociar la tienda donde ella
trabajaba con gasolina y prenderle fuego con ella dentro. Lo más impactante de
este caso fue que cuando él salió de la cárcel, la prensa fue a interrogarle y
él dijo que quería su mujer, que la echaba de menos, que si ella estuviese viva
volvería con ella, pero agregó que sus compañeros de cárcel lo habían
felicitado por lo que había hecho, porque había hecho lo que tenía que hacer. Esto
es lo grave, esa solidaridad genérica que se crea entre hombres, que si bien
tienen conciencia cuando asesinan de que se han pasado, hay sin embargo una
especie de tolerancia exculpadora, de comprensión, que funcionaría más o menos
con un argumento como éste: “vale, me he pasado, pero en el fondo he hecho algo
que debía hacer”. ¿Y que es aquello que tenían que hacer? Poner a la mujer en
su lugar. ¿Qué quiere decir ponerla en su lugar? Que ella acepte –no importa si
quiere o no- estar bajo su dominio, ser controlada, ser dirigida.
Como
psicóloga, disiento con algunas cosas que ha dicho Dolores Giuliano, pero no en
el sentido que ella supone sino en otro muy distinto. Como psicóloga no estoy en contra de los
planteos que la lectura feminista ha aportado a la comprensión del fenómeno de
la violencia ni tampoco de los planteamientos sociológicos que no dejan de
tener un efecto en las relaciones íntimas de las personas. Son planteamientos
que tienen la virtud de denunciar hechos injustos, reflejar verdades que no
pueden ser silenciadas, hechos injustos que además tienen que ver con la
realidad psíquica de las personas. Que a alguien se le pida que silencie un
maltrato, que sólo acepte que esté destinada a servir a otros, es una falacia
que se paga con síntomas, porque toda razón que no se escucha, todo sentimiento
que no se expresa, toda silenciación obligada en función de adaptarse a una
norma, evidentemente genera una frustración, genera una rabia, genera un
sentimiento de impotencia, que muchas veces las mujeres que lo sufren no tienen
ni palabras para expresarlo, porque ni siquiera se dan cuenta de lo que se
trata, ya que están sufriendo un malestar del que no encuentran palabras para
expresarlo y si las encuentran es tan doloroso lo que descubren que con tal de
preservar el vínculo con su pareja son capaces de crear cualquier cortina de
humo con tal de no sentir el dolor profundo que les provoca constatar el
desamor, porque no se puede considerar una conducta amorosa algo que provoca
terror, no se puede considerar un hogar algo que es un infierno, cuando se
trata del maltrato.
Aquí es donde
tenemos que entrar a introducir matices, que generan violencia, más allá o más
acá, de las relaciones donde hay un maltrato que se define como violencia
doméstica. Tomemos un mito, el del amor romántico Todos y todas tenemos una
relación íntima con los mitos. Porque los mitos son creencias humanas que
reflejan los deseos más íntimos de las personas, pero deseos irrealizables. ¿A
quien no le gustaría encontrar un remanso de paz, un refugio, una especie de
reposo del guerrero o de la guerrera? Pero evidentemente, son aspiraciones de
deseo que chocan con la realidad justamente. La famosa historia del hogar dulce
hogar no deja de ser un mito porque el amor se ve altamente perjudicado en una
familia tradicional donde los roles genéricos están rígidamente repartidos, lo
que genera un sufrimiento en ambos miembros de la pareja aunque de distinta
manera. El hombre porque está compelido por una ética de la producción que le
obliga a ganar dinero, a ser el sustento de la familia, a no tener tiempo ni
siquiera de pensar en sus sentimientos. Si no produce es menos hombre para esta
sociedad. El ganar dinero se identifica de este modo como un elemento
imprescindible en la valoración de la masculinidad. Tal es así que la respuesta
social a esta cuestión avala que a los hombres se les pague más salario por el
mismo trabajo que a las mujeres. En cambio, de una mujer que trabaje fuera de su hogar, ¿qué es lo que se espera? El sólo hecho que haya tantas mujeres trabajando a tiempo parcial, es una respuesta aproximada, porque no deja de sentirse como un abandono de los hijos cuando lo hace. Incluso mujeres jóvenes, nada tradicionales, se sienten desgarradas entre elegir trabajar y postergar su maternidad o renunciar a ella si son más ambiciosas de logros profesionales, o si intentan conciliar familia y trabajo, lo hacen sintiéndose muy mal. La falta de paridad real en los dos sexos, las políticas que no la favorecen, son la causa del problema. No son suficientes permisos de paternidad, sino una verdadera repartición igualitaria en trabajos fuera y dentro del hogar y que la crianza de los hijos se considere una responsabilidad conjunta.
El otro día recibí
en primera consulta a una pareja que parecía sacada de un libro en lo que a
estas cosas se refiere. Se quejaban de que sus discusiones eran cada vez más
amargas, cada vez más violentas y venían a pedir ayuda. Menos mal que se
atrevían a cuestionarse qué les estaba pasando, que se atrevían a pedir ayuda,
lo cual ya es un primer paso esperanzador, porque creían que podrían encontrar
alguna salida a una situación tormentosa en la que había desembocado su
relación. Por la experiencia que tengo de otros casos de hombres que también
piden ayuda, puedo decir que la conciencia de que algo no va bien en ellos, es
enormemente importante como un primer paso para intentar salir del malestar que
les provoca una masculinidad que sienten que deben sostener pero que no encaja
demasiado bien con las exigencias normativas que nuestra sociedad les ofrece
para sostener dicha masculinidad. ¿Cuál es el problema? El problema consiste en
lo que se desencadena cuando se rompe la relación de poder que hace que la mujer
tradicional que siempre ha estado supeditada no sólo a los deseos masculinos
sino que ha hecho de su pareja el centro de su vida, como si no tuviera ningún
deseo propio, empieza a manifestar deseos que no incluyen a su compañero, que
lo dejan excluido, al margen de poder satisfacerla. Por ejemplo, un deseo
artístico, un deseo profesional, un deseo de salir con amigas, de ir al cine,
de satisfacerse con otras cosas que no lo incluyan a él. ¿Qué le sucede
entonces al hombre tradicional? Empieza a reaccionar mal. Empieza a producirse
cierta tensión en la pareja. No estoy hablando de todos los hombres, sino de
aquellos tradicionales que se han identificado totalmente con la repartición
rígida de los roles genéricos y se han adaptado a ellos sin cuestionarselos,
porque los hombres más evolucionados, sí se cuestionan cosas y luchan para
poder actuar de otro modo y piden ayuda. De éstos podemos esperar un futuro
mejor en las relaciones que establecen con sus mujeres en la medida en que sean
capaces de crecer emocionalmente y sentir a sus mujeres como sujetos que
también tienen derecho a tener deseos propios, a relacionarse con ellas no como
un polo que atrae todos sus deseos, sino una parte de ellos.
Cuando un hombre
coloca a su mujer en la posición de dadora, se verá incapaz de sentirla
necesitada de algo. La coloca en el lugar de la madre mítica que no tendría
otro deseo que dar satisfacción a otros, pero que no pide nada para sí misma.
La coloca en la ética del cuidado que sólo la lleva a estar destinada a servir
a otros. Estos sentimientos se pueden constatar por la experiencia clínica y es
asombrosa la fuerza que tienen estos mitos, hasta el punto de distorsionar la
percepción de situaciones reales. Por propia experiencia puedo decir que he
visto casos de parejas donde la mujer era fuertemente idealizada en el lugar de
una figura que es feliz solamente satisfaciendo necesidades de sus otros más
próximos –marido e hijos-, -si es marido solo mejor-, tan idealizada, que aún
en aquellos casos que ella era vista deprimida, con ojeras, desvitalizada, a
sus compañeros les resultaba difícil de creer, que se sintiera débil,
necesitada, carente de algo.
CLAUDIA TRUZZOLI
Fragmento de la conferencia
expuesta en Centro Bonnemaison
el 27 de
noviembre de 2004
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