La violencia que se nos trasmite en los medios es
fácil de reconocer como tal por su grado de extralimitación que deja marcas
visibles que nos espantan por su crudeza. Pero hay otras violencias no tan
fácilmente detectables, que son sutilmente agresivas, que lesionan sin dar
ocasión a que la persona a la que se dirigen se percate de las mismas, sólo
siente un malestar que no alcanza a reconocer cual es su causa. De estas
violencias invisibles nos pueden informar los centros de atención primaria, las
médicas/os de familia que suelen atender mayoritariamente a mujeres, no por un
sesgo predeterminado, sino porque generalmente son las mujeres las que acuden a
buscar alguna solución a su malestar difuso. Ese malestar tiene su origen en las circunstancias
de la vida personal, en la falta de reconocimiento. El respeto es algo a
esperar de alguien que dice amarnos y algo a ofrecer a quien amamos. Pero a
veces, la cotidianidad tal como está
organizada en nuestro modo de vida, da por supuestas ciertas conductas que
parecen normales pero que sin embargo hacen sufrir.
Si nos atenemos a cualquier escena cotidiana de la
vida familiar, nos encontramos muchas veces con mujeres que cumpliendo su rol
de amas de casa no ven reconocidos sus esfuerzos ni son percibidas como
teniendo derecho a algún deseo propio que no sea el de cuidar a su marido y a
sus hijos. Ser percibida sólo como dadora de cuidados a los otros implica una
violencia invisible para cualquier mujer porque se le está negando el derecho a
desear algo para sí misma que no se satisfaga solamente con el entregarse a los
deseos de otros. Esto está presente en muchas escenas de la vida cotidiana. Nos
equivocamos si creemos que sólo las amas de casa tienen una vida carente de motivaciones por el
trabajo rutinario y poco reconocido que desarrollan para atender a las
necesidades de su marido y los hijos, porque ese malestar también afecta a
mujeres que tienen una profesión que ejercen o un empleo estable al que acuden.
¿Pero en estos casos, qué sucede cuando vuelven a casa? Imaginemos una escena: ella y él más o menos
coinciden en sus horarios de vuelta al hogar. Los dos están cansados. ¿Qué hace
él? Dice que está cansado y busca ponerse cómodo en el sofá, pregunta qué hay
para cenar porque quiere irse a dormir pronto, si hay niños que quieren jugar
con papá, no siempre lo logran porque con la complicidad de su señora, se les
sugiere que dejen a papá tranquilo porque está cansado. Él puede mientras
espera la cena, relajarse mirando tal vez algo de la tele, si es que no se
queda dormitando hasta que se le avisa que la cena está servida. ¿Qué hace
ella? También está cansada pero siente una obligación muy fuerte, con el
carácter de un mandato incuestionable, que tiene que atender a su marido, porque él está cansado –ella también, pero se dice a sí misma que las mujeres
son más sacrificadas, que los hombres gastan más energía y que por eso se
merece que ella lo atienda. Los hijos no dejan de pedirle cosas a mamá, no dejándola trabajar bien, se
pone nerviosa pensando en cómo tiene que preparar a los niños el baño, la
comida, acostarlos, piensa en que mañana tiene que preparar un desayuno
especial porque se van de excursión, y luego, cuando piensa que al fin podrá
relajarse y descansar, su marido quiere
tener relaciones sexuales a las que se presta sin ganas por no decepcionarlo,
pero si estuviera descansada tal vez podría sentir deseo. Antes de dormirse, el
marido le dice que al día siguiente ha invitado a cenar a unos amigos porque
hace tiempo que no los ve y le apetece reunirse con ellos. ¿No son detectables en esta escena imaginaria una
sucesión de violencias invisibles? Por ejemplo, cuando ambos vuelven del
trabajo fuera de casa, a ella le espera un trabajo dentro que no es compartido
y eso ya significa una desconsideración al cansancio de ella. El presupuesto de
que por ser mujer tiene que hacerlo no tiene en cuenta que ese presupuesto se
basa en una cuestión jerárquica que privilegia al varón y subordina a la mujer
con la consecuencia inevitable que el varón es tenido en cuenta con el respeto
debido y la mujer no. Lo mismo cuando le dice que ha invitado a cenar a unos
amigos sin consultarle, puesto que la cena la tiene que preparar ella, un
trabajo adicional que se le impone dando por supuesto que él tiene derecho a
pedírselo. Ella no sabe porqué se siente tan mal después de ese día, que no es
demasiado diferente de otros que está soportando desde hace mucho tiempo. Pero
empieza a sentir un enorme peso en la espalda. Ella se
siente cada vez peor pero no sabe porque. Cuando a base de repetir estas
escenas cotidianas llega un momento en que se siente vacía, deprimida, que su
vida no tiene color, que le duele todo, además de la espalda, las
articulaciones, dolores que no alcanza a describir bien a su médico, éste le
receta rápidamente unas pastillas antidepresivas que le amortiguarán el dolor,
pero con él, también la posibilidad de emocionarse, de alegrarse, en suma, la
embotan lo suficiente para que siga soportando su existencia descolorida. Es
más, a veces la tratan de histérica porque las pruebas analíticas que le han
hecho, los exámenes clínicos, radiografías, no muestran nada anormal. Y ejercen
sobre ella una violencia invisible al maltratarla diciéndole que no tiene nada,
porque descalifican su malestar haciéndole creer que es infundado. ¿Pero
si no tiene nada por qué sufre tanto? Al día siguiente llega al trabajo y con
el esfuerzo especial que le cuesta concentrarse, a media mañana la llaman para
decirle que su hijo se ha puesto enfermo y que tiene que ir a buscarlo a la
guardería. Ese día su jefe tiene una entrevista importante y necesita contar
con ella, por eso llama a su marido y le pide si puede ir a buscar al niño,
éste le dice que no puede ser, que está esperando a un cliente muy importante
para la firma y que es imposible. Ella posterga la reunión con su jefe, quien
se muestra muy enfadado. Se va preocupada porque no es la primera vez que le
sucede algo similar y teme perder su trabajo. Piensa fugazmente que si fuera un
hombre nadie esperaría que ella dejara todo para ir a buscar a su hijo, que
tendría una mujer al lado que le solucionaría esos inconvenientes, que casarse
si fuera un hombre, habría sido la mejor de sus suertes. Pero es una mujer y se
da cuenta que esos sacrificios los está sosteniendo desde hace mucho tiempo, y
cualquier sacrificio sostenido demasiado tiempo vuelve al corazón indiferente
en el menos grave de los casos, cuando no rencoroso y desmotivado. ¿Pero sabría ella precisar las causas de su
malestar? La culpabilidad le juega jugarretas tramposas, si por algún momento
siente rabia hacia su marido porque le parece que fue desconsiderado con ella,
inmediatamente quiere olvidarse de lo que sintió porque piensa que no tiene
derecho a criticarlo, que él es un buen hombre, que ella en cambio no es lo
suficientemente buena mujer como para dedicarse a lo que considera su deber sin
quejarse tanto. Después de todo, ¿acaso todas las mujeres no
sufren la misma suerte? Esa idea cierra el círculo de preguntas confinándola a
un malestar creciente que paga con sus síntomas psicosomáticos si tiene un
talante más reflexivo. O bien con mal carácter y nadie atina a pensar porqué
está tan agria.
Podríamos pensar otras situaciones donde entran en
colisión proyectos que dirigen a ambos en distintas direcciones. ¿Cuáles se
privilegian? En un alto porcentaje los del compañero y cuanto más tradicionales
son los personajes, más alta la frecuencia en que suceden estas situaciones
injustas, que a veces suponen que una mujer deba dejar su trabajo, su vivienda,
personas a las que estima en su ciudad habitual para seguir a su marido quien
tiene una oportunidad laboral en otro lugar, La democracia económica a la hora
de decidir sobre el manejo del dinero deja a las mujeres en libertad para
decidir sobre los pequeños gastos que rigen la economía familiar pero las
inversiones de cuidado que atañen a intereses de la familia se dejan en manos
de los hombres, sin contar casi con la anuencia de sus mujeres. Cuando hay que cuidar a un familiar enfermo,
¿sobre quién recae la responsabilidad del cuidado? Normalmente, salvo casos
excepcionales, recae sobre las mujeres, no importa si trabajan fuera de casa o
no. ¿No son éstas violencias invisibles de cara a la paridad entre los sexos?
¿No es una violencia invisible también para los hombres negarles el acceso a la
sensibilidad y presuponer que sólo pueden ser agresivos, eficaces, proveedores
económicos y poco más? ¿No es una violencia invisible pedirles que siempre
estén dando pruebas de una masculinidad que parece no tener límites en cuanto a
la fuerza que se les pide demostrar? Luis Bonino, un médico especializado en
tratamiento de hombres maltratadores dice que el modelo hegemónico de
masculinidad tradicional es altamente patológico. Y tiene razón, por el
sobreesfuerzo que significa estar siempre en guardia de no ser sorprendido en
alguna debilidad y las conductas de riesgo que suelen tener estos hombres
afectados por ese modelo tradicional de masculinidad cuando pasan por
situaciones de fractura emocional o crisis debidas a la pérdida de lo que
sostenía su imagen de potencia, sea una pérdida de trabajo, la impotencia en
sus relaciones sexuales, la pérdida de poder, en suma. También podríamos decir
siguiendo la idea de Luis Bonino que hay un modelo hegemónico de feminidad
tradicional que resulta patológico para un buen desarrollo emocional y que
sería un gran avance de cara a la prevención invertir trabajo terapéutico para
lograr una verdadera paridad, que no implica negar las diferencias.
También hay otras violencias invisibles que
afectan a los y las jóvenes cuando entran en la adolescencia y tienen que
enfrentarse al otro sexo. Generalmente se presupone que la heterosexualidad es
lo que debe imperar en esas elecciones, pero ¿qué sucede cuando no es así? Se
han dado casos de suicidios en jóvenes que no pudieron soportar el silencio al
que se vieron obligados a adoptar para no ser expuestos al rechazo o a la incomprensión que los catalogaría como
inadecuados, enfermos o personas a evitar por los prejuicios homófobos que
reinan por desconocimiento y por temor a que la propia identidad sea
cuestionada o puesta en peligro. Pero no
es necesario limitarse a la adolescencia para encontrarnos con estas violencias.
Cuando a una persona se le pregunta si está casada, la pregunta se dirige a su
orientación sexual, lo sepa o no, la persona que pregunta. Normalmente quien
pregunta no lo percibe porque no se le ocurre que puede haber otra orientación
diferente de la heterosexual, o si se le ocurre piensa que eso sólo le sucede a
personas raras o enfermas, pero no a las que parecen sanas. Este prejuicio
supone muchas violencias invisibles, porque se les niega a quienes tienen otra
orientación diferente el derecho de amar, se los patologiza injustamente y sobre
todas las cosas, se olvida el carácter altamente socializador que tiene Eros.
Olvido que en un mundo como el que vivimos, lleno de guerras y destrucciones,
es imperdonable.
Se me pregunta por soluciones. La primera es ser
consciente de la injusticia, primer paso para autorizarse a tener deseos
propios. En segundo lugar, darnos cuenta de que ninguna educación por más
paritaria que sea, ni ningún imperativo legal, serán suficientes para cambiar
la desigualdad de derechos de los sexos ni la diferencia jerárquica entre
ambos, si no somos conscientes del carácter atávico, invariante e inconsciente
de los mandatos de género que nos obligan a reproducir actitudes que no
queremos reproducir pero que sin saberlo,
trasmitimos inconscientemente a las nuevas generaciones. La única
posibilidad de libertad es saber a qué estamos sujetos para atrevernos a
des-sujetarnos. Hay tratamientos terapéuticos que ayudan a ese fin porque
logran romper con el llamado genio y figura hasta la sepultura. Mientras tanto, bienvenidas sean la educación
paritaria y las leyes que propician la igualdad porque crean socialmente el
terreno abonado para que esa libertad interior
pueda ser ejercida y visible.
CLAUDIA TRUZZOLI
Psicóloga y psicoanalista
Ex presidenta de la Sección Dones del Colegio Oficial de Psicólogos de Catalunya. Colaboradora de Caps (Centro de Análisis de Programas sanitarios) y miembro de la redcaps de profesionales sanitarias. Ex- colaboradora de la Revista Mente Sana, donde fue publicado este artículo en su nº 57.
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