martes, 28 de mayo de 2013

MADRES E HIJAS: UNA RELACIÓN COMPLICADA



Tanto para un hombre como para una mujer la relación con la madre es la primera relación humana, de ella depende hasta tal punto que su vida física está en sus manos, y también la que fundará el carácter de su subjetividad. El infante necesita sentir de una manera absolutamente cercana el cuerpo de su madre al que tuvo que dejar, y es ese paraíso perdido que satisfacía todas sus necesidades, al que pretenderá volver a rescatar con la cercanía corporal. En el comienzo esa simbiosis es necesaria para proporcionar al bebé humano el valor para desarrollarse física y emocionalmente sentando las bases de su propia seguridad, su confianza en el amor que se le pueda brindar. Este proceso será posible si la madre cuida amorosa y generosamente al bebé. Para ello es necesario que lo sienta como alguien con existencia y deseos propios y no como una prolongación de sí misma.  La madre capaz de aceptar la separación con su hijo es capaz de alentarla como una madre amante y aún después de la separación seguir amándolo, lo que supone  un difícil equilibrio para la madre porque desde el comienzo está exigida a considerar sus propias necesidades enteramente secundarias respecto a las de su niño a pesar de que a través de ese contacto experimenta una sensación de unión simbiótica que satisface de una manera muy trascendente el hecho de ser necesitada. Satisfacción a la que progresivamente tendrá que renunciar para aceptar que otros personajes vayan ocupando el lugar exclusivo que ella tenía. Ello tiene un lado positivo y uno negativo. El positivo es que gracias a ello, puede estar disponible para lo que el bebé la necesite y también fomenta en el niño la idea de la omnipotencia de su madre porque ella siempre está allí para arreglar las cosas, su receptividad le hace saber lo que el bebé necesita, casi adivina lo que siente. Si ese amor es firme e ininterrumpido, los inevitables períodos de ausencia y las pequeñas frustraciones serán toleradas por el bebé porque aprende que la madre siempre vuelve para sostenerlo. Están sentadas las bases de la  confianza que luego se extenderá al vínculo con los demás. El lado negativo, es que si la madre no está preparada emocionalmente para tolerar las inevitables separaciones que gradualmente aparecerán por el desarrollo de la autonomía del pequeño, puede obstaculizar ese proceso por sus propias dificultades. Eso se hará sentir como una ausencia de estímulo, como un reproche, como un reclamo de no ser necesitada. En síntesis, el mensaje que tramite inconscientemente en el mejor de los casos, consciente en el peor,  es no te despegues de mí”, nadie te querrá como te quiero yo, mensajes que frenan el desarrollo emocional del hijo en crecimiento. Una madre que no está preparada para la separación con su hijo, tampoco hará gran cosa para desmentirle a su hijo que ella es más poderosa que nadie. Ejemplos de amor maternal más allá de los mitos que giran entorno al mismo tenemos de varios tipos. De cada uno de ellos podemos extraer consecuencias en el futuro sujeto en crecimiento. No es lo mismo la madre que vive a su bebé como una prolongación de sí misma, que la madre que lo considera como un sujeto independiente, un sujeto otro, al que tendrá que ayudar a crecer, desarrollarse y lo que es más difícil, independizarse de ella. Existen madres abnegadas de verdad, que quieren a sus hijos, pero no son éstas las madres que se sacrifican por ellos. Las que los quieren de verdad, les dan lo mejor de sí mismas porque los aman, pero para darles lo mejor de sí mismas, tienen que quererse ellas y darse a sí mismas otras maneras de sostenerse afectivamente más allá de sus hijos para su propia paz interior.

Nuestra cultura confunde la abnegación con el sacrificio y el amor a sí misma con el egoísmo neurótico. ¿Cuál es la diferencia? El egoísmo neurótico es un resultado de la incapacidad de dar y recibir amor, pero puede disfrazarse en ocasiones de generosidad, de sacrificio  por los demás. Esta conducta es un síntoma que delata que la capacidad de amar de esta persona está paralizada, llena de hostilidad hacia la vida y su efecto sobre sus hijos no es el que logra una madre genuinamente generosa. Esa supuesta generosidad se cobrará su tributo  sutilmente en forma de reproches velados, manifestaciones verbales de cariño que no convencen a sus destinatarios y que despiertan síntomas neuróticos  en ellos, como por ejemplo, fobias, recelos de todo tipo, sentimientos de abandono, temerosos de ser desaprobados por su madre, ansiosos por satisfacer sus expectativas. Además bajo la máscara del deber, la virtud y la fachada de generosidad de la madre, se les impide a los hijos criticarla y también disfrutar de la vida. Estas madres no dan amor, sino cumplimiento de obligaciones que les pesan pero que un sentido del deber les impone. El verdadero amor por sí misma es lo que capacita a una mujer para amar  no sólo a sus hijos sino también al prójimo más extenso que el que ocupa el ámbito intrafamiliar. La Biblia dice: amarás a tu prójimo como a ti mismo. Es esa mismidad lo que hace más difícil el vínculo entre madre e hija. La hija está colocada para la madre en un lugar que puede funcionar como un espejo de sí misma con las confusiones inherentes a tal situación. Por ejemplo, una ocasión de poder proyectar en su hija todo aquello que ella no pudo realizar, un terreno abonado para inocularle sus propios ideales, no teniendo en cuenta que la hija es otra persona, confundiéndola con ella misma al creer que lo que ella desea para su hija será lo mejor para ella. Y quien dice ideales, dice también frustraciones con la esperanza de que la hija las supere y las resuelva por procuración. Lo que no pudo hacer ella misma espera que su hija lo realice para ella. Al ser posible la confusión, surge una tensión agresiva que propicia la rivalidad, los celos, la competitividad, pero también un amor tan profundo que es tal vez la relación más entrañable de todas las humanamente posibles, porque la madre es la iniciadora de nuestro contacto con el otro, de la primera relación táctil y sensorial que hemos recibido al nacer y esa experiencia expondrá a la hija a un proceso de duelo más complicado para relacionarse con otro sexo. La propia relación con todos los personajes posteriores que podrá una hija establecer, estará teñida por esta primera relación con la madre. Será la herencia que llevará en sí misma y proyectará en sus otras relaciones. Todo lo que no ha quedado resuelto en esta relación madre-hija, se pondrá en juego en las demás. La misma relación matrimonial se verá afectada por ello puesto que lo que no se resolvió con ella, se pondrá en juego en el matrimonio, afectando la calidad de la relación. No hay manera de escapar al vínculo materno interiorizado ni de los efectos que éste ha dejado como marca en la subjetividad. Las personas que niegan esta relación primaria con la madre, o no han recibido una suficiente atención materna originaria, serán víctimas de la nostalgia de un amor materno idealizado, o bien caerán en cuadros depresivos, melancólicos, adicciones, trastornos alimentarios entre otros síntomas.

Una madre que nos alimenta y nos cuida cumple su función, pero también se expone a riesgos para ella misma y para sus hijas porque es difícil criar con un amor  entregado sabiendo que su destino es tener que dejar ir a quien se ama. Es difícil satisfacer la necesidad de sentirse necesaria y disfrutar de la dependencia de las pequeñas para luego dejar ir de verdad, sin reproches, sin chantajes emocionales que reclaman que no se las abandone o invocando una  ingratitud por lo recibido frente al deseo de autonomía de las hijas. Las madres neuróticas no pueden amar de verdad. Las hay que son temerosas de inmiscuirse en la relación de su hija con su pareja y nunca van a visitarla por temor de encontrarse con alguna desgracia emocional o circunstancial que les confirme que no cuidan de su  niña lo suficiente. Las hay que se meten en todo, que no respetan el espacio propio de su hija, ni el interior ni el exterior porque se sienten autorizadas a meterse en su casa, arreglar sus cosas, invadir la crianza de sus nietos como si ellas mismas fueran sus madres, como si la vida de la hija con su pareja y sus hijos fuera un mero accidente, dado que están convencidas de que la relación importante de su hija sigue siendo con su madre. Las hay también que se creen respetuosas y nunca se meten con la pareja de la hija, pero se quejan con las amigas todo el tiempo y no se acuerdan ni del nombre de la pareja de su hija. Distintas modalidades neuróticas que se manifiestan de esos distintos modos.

¿Cómo cambia la relación con el marido cuando una madre tiene una hija? Sobre todo cuando la hija crece, llega a la adolescencia y tiene el encanto de una juventud que despierta el deseo masculino, cuando la madre está agostada? ¿Cómo soporta una madre que la hija se convierta a los ojos del padre en una figura muy importante para éste cuando el padre la quiere realmente? El florecer de la sexualidad adolescente en la hija, la promesa de vida que se le presenta, el futuro aún por vivir, frente a la madre que ya no tiene esa posibilidad, implica una fuente de problemas si no está preparada para  aceptar el paso del tiempo, reconocer sus propios límites, ceder su lugar como único, aceptar que la hija la supere, que tenga otras ambiciones y deseos distintos de los suyos, que su marido admire a su hija más que a ella misma, son sólo algunas de las dificultades que se presentan en la relación madre-hija. Una madre que no está preparada para aceptar la entrada de otros en los vínculos afectivos de las personas que ama, para dejar ir, para aceptar las amistades de su hija o las complicidades que la misma establece con su padre, que la excluyen a ella misma, que no acepta el no ser la más importante siempre, es una madre que obstaculizará el buen desarrollo emocional de la hija haciéndola sentir culpable de aquello que significa una fuente de salud mental como es el deseo de autonomía personal, que siempre implica abandonar de alguna manera el vínculo materno. Tal abandono es temporalmente necesario, sobre todo en la adolescencia que es cuando una hija debe enfrentarse a su madre para diferenciarse de ella y la primera reacción es oponerse, rebelarse, ser diferente, hasta que la hija encuentre su identidad propia y las similitudes con su madre no le signifiquen una amenaza. Todo este difícil proceso de desapego progresivo con las hijas, será más difícil para una madre si ésta no tiene una vida afectiva autónoma más allá de su familia y una actividad laboral donde pueda probar sus capacidades y ser reconocida por ello. Si sólo se satisface de su papel de ama de casa, le será más difícil renunciar a la única cuota de poder que tiene dentro de su familia porque es lo que la sostiene. Si la madre no puede emocionalmente aceptar esas distancias, puede obstaculizar el logro de una identidad diferenciada en la hija, interferir en su autonomía, generando una hija neurótica, fijada emocionalmente a su madre, sea por apego o por desapego exagerado -que es lo mismo a efectos prácticos-. Una hija neurótica que no podrá amar y que posiblemente volcará en sus vínculos con los otros los mismos reproches que su madre le hacía a ella, o puede iniciar una crianza totalmente diferente de la que ha tenido para evitar en las hijas las mismas consecuencias que ella ha sufrido y paradójicamente encontrarse con los mismos resultados indeseados. O bien, evitar cualquier clase de relación emocional importante o lo contrario, esperar que llegue un personaje que la salve de todo ese maremoto emocional, salida que cree que supondría una victoria sobre la madre, por ejemplo, las que esperan de su marido todo lo que necesitan emocionalmente, o la salida más radical, que es la vía que escogen las mujeres que inician una relación sentimental y erótica con otra mujer como una ocasión de desarrollar en otro vínculo aquellos aspectos que favorezcan su desarrollo emocional y autónomo. Un trabajo personal de análisis permite tomar conciencia de todas las implicaciones emocionales que nos afectan y una ocasión de preguntarnos qué es lo que queremos más allá de lo que se espera de nosotros.   

Como decía sabiamente Simone de Beauvoir, la única manera de una madre de lograr recuperar el amor de su hija cuando ésta madure, es saber dejarla ir cuando lo necesita. Al envejecer, se produce una regresión en los vínculos que nos aferran a la propia vida, para volver al campo materno, dado que al envejecer nos volvemos emocionalmente niños. Mujeres que siempre se han caracterizado por su independencia, al envejecer, pueden encontrarse llamando a su mamá, aunque ésta esté muerta. Y en esos momentos es cuando se hace patente que la buena relación madre-hija, así como puede favorecer el desarrollo de la vida, también puede ayudar a morirse en paz. Nadie teme la muerte cuando siente que ha vivido su propia vida y nada hay que posibilite más ese logro que el haber podido separarse a tiempo de una madre demasiado querida, demasiado odiada o demasiado añorada por ausente. Sólo con esa distancia emocional temporal necesaria a la constitución de la propia identidad diferenciada se puede volverla a reencontrar en paz. Ese proceso es más fácil si la madre permite el reencuentro, si ha sabido aceptar esa separación previa de la hija sin rencores ni reproches. Pero si la madre no lo permite y la hija de todos modos ha podido elaborar esa incomprensión materna, aunque le sea dolorosa esa incomprensión, no la afectará para desarrollar las potencialidades de su propia vida, siempre que el padre aporte lo necesario para brindar apoyo emocional y pueda servir para funcionar para su hija como un puerto de descanso. Cuando no existe ese padre, si la madre tiene otros intereses vitales y no deposita todas sus necesidades afectivas en su hija, también le puede permitir su crecimiento emocional y su apertura al deseo.  

Claudia Truzzoli
c.truzzoli@gmail.com
Psicóloga y psicoanalista
Escrito publicado en Revista Mente Sana nº64 





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