Tanto para un hombre como para una mujer la relación
con la madre es la primera relación humana, de ella depende hasta tal punto que
su vida física está en sus manos, y también la que fundará el carácter de su
subjetividad. El infante necesita sentir de una manera absolutamente cercana el
cuerpo de su madre al que tuvo que dejar, y es ese paraíso perdido que satisfacía
todas sus necesidades, al que pretenderá volver a rescatar con la cercanía
corporal. En el comienzo esa simbiosis es necesaria para proporcionar al bebé
humano el valor para desarrollarse física y emocionalmente sentando las bases
de su propia seguridad, su confianza en el amor que se le pueda brindar. Este
proceso será posible si la madre cuida amorosa y generosamente al bebé. Para
ello es necesario que lo sienta como alguien con existencia y deseos propios y
no como una prolongación de sí misma. La
madre capaz de aceptar la separación con su hijo es capaz de alentarla como una
madre amante y aún después de la separación seguir amándolo, lo que supone un difícil equilibrio para la madre porque
desde el comienzo está exigida a considerar sus propias necesidades enteramente
secundarias respecto a las de su niño a pesar de que a través de ese contacto
experimenta una sensación de unión simbiótica que satisface de una manera muy
trascendente el hecho de ser necesitada. Satisfacción a la que progresivamente
tendrá que renunciar para aceptar que otros personajes vayan ocupando el lugar
exclusivo que ella tenía. Ello tiene un lado positivo y uno negativo. El
positivo es que gracias a ello, puede estar disponible para lo que el bebé la
necesite y también fomenta en el niño la idea de la omnipotencia de su madre
porque ella siempre está allí para arreglar las cosas, su receptividad le hace
saber lo que el bebé necesita, casi adivina lo que siente. Si ese amor es firme
e ininterrumpido, los inevitables períodos de ausencia y las pequeñas
frustraciones serán toleradas por el bebé porque aprende que la madre siempre
vuelve para sostenerlo. Están sentadas las bases de la confianza que luego se extenderá al vínculo
con los demás. El lado negativo, es que si la madre no está preparada
emocionalmente para tolerar las inevitables separaciones que gradualmente
aparecerán por el desarrollo de la autonomía del pequeño, puede obstaculizar
ese proceso por sus propias dificultades. Eso se hará sentir como una ausencia
de estímulo, como un reproche, como un reclamo de no ser necesitada. En síntesis,
el mensaje que tramite inconscientemente en el mejor de los casos, consciente
en el peor, es “no te despegues de mí”, “nadie te querrá como te
quiero yo”, mensajes que frenan el
desarrollo emocional del hijo en crecimiento. Una madre que no está preparada
para la separación con su hijo, tampoco hará gran cosa para desmentirle a su
hijo que ella es más poderosa que nadie. Ejemplos de amor maternal más allá de
los mitos que giran entorno al mismo tenemos de varios tipos. De cada uno de
ellos podemos extraer consecuencias en el futuro sujeto en crecimiento. No es
lo mismo la madre que vive a su bebé como una prolongación de sí misma, que la
madre que lo considera como un sujeto independiente, un sujeto otro, al que
tendrá que ayudar a crecer, desarrollarse y lo que es más difícil,
independizarse de ella. Existen madres abnegadas de verdad, que quieren a sus
hijos, pero no son éstas las madres que se sacrifican por ellos. Las que los
quieren de verdad, les dan lo mejor de sí mismas porque los aman, pero para
darles lo mejor de sí mismas, tienen que quererse ellas y darse a sí mismas
otras maneras de sostenerse afectivamente más allá de sus hijos para su propia
paz interior.
Nuestra cultura confunde la abnegación con el
sacrificio y el amor a sí misma con el egoísmo neurótico. ¿Cuál es la
diferencia? El egoísmo neurótico es un resultado de la incapacidad de dar y
recibir amor, pero puede disfrazarse en ocasiones de generosidad, de
sacrificio por los demás. Esta conducta
es un síntoma que delata que la capacidad de amar de esta persona está
paralizada, llena de hostilidad hacia la vida y su efecto sobre sus hijos no es
el que logra una madre genuinamente generosa. Esa supuesta generosidad se
cobrará su tributo sutilmente en forma
de reproches velados, manifestaciones verbales de cariño que no convencen a sus
destinatarios y que despiertan síntomas neuróticos en ellos, como por ejemplo, fobias, recelos
de todo tipo, sentimientos de abandono, temerosos de ser desaprobados por su
madre, ansiosos por satisfacer sus expectativas. Además bajo la máscara del
deber, la virtud y la fachada de generosidad de la madre, se les impide a los
hijos criticarla y también disfrutar de la vida. Estas madres no dan amor, sino
cumplimiento de obligaciones que les pesan pero que un sentido del deber les
impone. El verdadero amor por sí misma es lo que capacita a una mujer para
amar no sólo a sus hijos sino también al
prójimo más extenso que el que ocupa el ámbito intrafamiliar. La Biblia dice: amarás a tu prójimo
como a ti mismo. Es esa mismidad lo que hace más difícil el vínculo
entre madre e hija. La hija está colocada para la madre en un lugar que puede
funcionar como un espejo de sí misma con las confusiones inherentes a tal
situación. Por ejemplo, una ocasión de poder proyectar en su hija todo aquello
que ella no pudo realizar, un terreno abonado para inocularle sus propios
ideales, no teniendo en cuenta que la hija es otra persona, confundiéndola con
ella misma al creer que lo que ella desea para su hija será lo mejor para ella.
Y quien dice ideales, dice también frustraciones con la esperanza de que la
hija las supere y las resuelva por procuración. Lo que no pudo hacer ella misma
espera que su hija lo realice para ella. Al ser posible la confusión, surge una
tensión agresiva que propicia la rivalidad, los celos, la competitividad, pero
también un amor tan profundo que es tal vez la relación más entrañable de todas
las humanamente posibles, porque la madre es la iniciadora de nuestro contacto
con el otro, de la primera relación táctil y sensorial que hemos recibido al
nacer y esa experiencia expondrá a la hija a un proceso de duelo más complicado
para relacionarse con otro sexo. La propia relación con todos los personajes
posteriores que podrá una hija establecer, estará teñida por esta primera
relación con la madre. Será la herencia que llevará en sí misma y proyectará en
sus otras relaciones. Todo lo que no ha quedado resuelto en esta relación
madre-hija, se pondrá en juego en las demás. La misma relación matrimonial se
verá afectada por ello puesto que lo que no se resolvió con ella, se pondrá en
juego en el matrimonio, afectando la calidad de la relación. No hay manera de
escapar al vínculo materno interiorizado ni de los efectos que éste ha dejado
como marca en la subjetividad. Las personas que niegan esta relación primaria
con la madre, o no han recibido una suficiente atención materna originaria, serán
víctimas de la nostalgia de un amor materno idealizado, o bien caerán en
cuadros depresivos, melancólicos, adicciones, trastornos alimentarios entre
otros síntomas.
Una madre que nos alimenta y nos cuida cumple su
función, pero también se expone a riesgos para ella misma y para sus hijas
porque es difícil criar con un amor
entregado sabiendo que su destino es tener que dejar ir a quien se ama. Es
difícil satisfacer la necesidad de sentirse necesaria y disfrutar de la
dependencia de las pequeñas para luego dejar ir de verdad, sin reproches, sin
chantajes emocionales que reclaman que no se las abandone o invocando una ingratitud por lo recibido frente al deseo de
autonomía de las hijas. Las madres neuróticas no pueden amar de verdad. Las hay
que son temerosas de inmiscuirse en la relación de su hija con su pareja y
nunca van a visitarla por temor de encontrarse con alguna desgracia emocional o
circunstancial que les confirme que no cuidan de su niña lo suficiente. Las hay que se meten en
todo, que no respetan el espacio propio de su hija, ni el interior ni el
exterior porque se sienten autorizadas a meterse en su casa, arreglar sus
cosas, invadir la crianza de sus nietos como si ellas mismas fueran sus madres,
como si la vida de la hija con su pareja y sus hijos fuera un mero accidente,
dado que están convencidas de que la relación importante de su hija sigue
siendo con su madre. Las hay también que se creen respetuosas y nunca se meten
con la pareja de la hija, pero se quejan con las amigas todo el tiempo y no se
acuerdan ni del nombre de la pareja de su hija. Distintas modalidades neuróticas
que se manifiestan de esos distintos modos.
¿Cómo cambia la relación con el marido cuando una
madre tiene una hija? Sobre todo cuando la hija crece, llega a la adolescencia
y tiene el encanto de una juventud que despierta el deseo masculino, cuando la
madre está agostada? ¿Cómo soporta una madre que la hija se convierta a los
ojos del padre en una figura muy importante para éste cuando el padre la quiere
realmente? El florecer de la sexualidad adolescente en la hija, la promesa de
vida que se le presenta, el futuro aún por vivir, frente a la madre que ya no
tiene esa posibilidad, implica una fuente de problemas si no está preparada
para aceptar el paso del tiempo,
reconocer sus propios límites, ceder su lugar como único, aceptar que la hija
la supere, que tenga otras ambiciones y deseos distintos de los suyos, que su
marido admire a su hija más que a ella misma, son sólo algunas de las
dificultades que se presentan en la relación madre-hija. Una madre que no está
preparada para aceptar la entrada de otros en los vínculos afectivos de las
personas que ama, para dejar ir, para aceptar las amistades de su hija o las
complicidades que la misma establece con su padre, que la excluyen a ella
misma, que no acepta el no ser la más importante siempre, es una madre que
obstaculizará el buen desarrollo emocional de la hija haciéndola sentir
culpable de aquello que significa una fuente de salud mental como es el deseo de
autonomía personal, que siempre implica abandonar de alguna manera el vínculo
materno. Tal abandono es temporalmente necesario, sobre todo en la adolescencia
que es cuando una hija debe enfrentarse a su madre para diferenciarse de ella y
la primera reacción es oponerse, rebelarse, ser diferente, hasta que la hija
encuentre su identidad propia y las similitudes con su madre no le signifiquen
una amenaza. Todo este difícil proceso de desapego progresivo con las hijas,
será más difícil para una madre si ésta no tiene una vida afectiva autónoma más
allá de su familia y una actividad laboral donde pueda probar sus capacidades y
ser reconocida por ello. Si sólo se satisface de su papel de ama de casa, le
será más difícil renunciar a la única cuota de poder que tiene dentro de su
familia porque es lo que la sostiene. Si la madre no puede emocionalmente
aceptar esas distancias, puede obstaculizar el logro de una identidad
diferenciada en la hija, interferir en su autonomía, generando una hija neurótica,
fijada emocionalmente a su madre, sea por apego o por desapego exagerado -que
es lo mismo a efectos prácticos-. Una hija neurótica que no podrá amar y que
posiblemente volcará en sus vínculos con los otros los mismos reproches que su
madre le hacía a ella, o puede iniciar una crianza totalmente diferente de la
que ha tenido para evitar en las hijas las mismas consecuencias que ella ha
sufrido y paradójicamente encontrarse con los mismos resultados indeseados. O
bien, evitar cualquier clase de relación emocional importante o lo contrario,
esperar que llegue un personaje que la salve de todo ese maremoto
emocional, salida que cree que supondría una victoria sobre la madre, por
ejemplo, las que esperan de su marido todo lo que necesitan emocionalmente, o
la salida más radical, que es la vía que escogen las mujeres que inician una
relación sentimental y erótica con otra mujer como una ocasión de desarrollar
en otro vínculo aquellos aspectos que favorezcan su desarrollo emocional y autónomo.
Un trabajo personal de análisis permite tomar conciencia de todas las
implicaciones emocionales que nos afectan y una ocasión de preguntarnos qué es
lo que queremos más allá de lo que se espera de nosotros.
Como decía sabiamente Simone de Beauvoir, la única
manera de una madre de lograr recuperar el amor de su hija cuando ésta madure,
es saber dejarla ir cuando lo necesita. Al envejecer, se produce una regresión
en los vínculos que nos aferran a la propia vida, para volver al campo materno,
dado que al envejecer nos volvemos emocionalmente niños. Mujeres que siempre se
han caracterizado por su independencia, al envejecer, pueden encontrarse
llamando a su mamá, aunque ésta esté muerta. Y en esos momentos es cuando se
hace patente que la buena relación madre-hija, así como puede favorecer el
desarrollo de la vida, también puede ayudar a morirse en paz. Nadie teme la
muerte cuando siente que ha vivido su propia vida y nada hay que posibilite más
ese logro que el haber podido separarse a tiempo de una madre demasiado querida,
demasiado odiada o demasiado añorada por ausente. Sólo con esa distancia
emocional temporal necesaria a la constitución de la propia identidad
diferenciada se puede volverla a reencontrar en paz. Ese proceso es más fácil
si la madre permite el reencuentro, si ha sabido aceptar esa separación previa
de la hija sin rencores ni reproches. Pero si la madre no lo permite y la hija de
todos modos ha podido elaborar esa incomprensión materna, aunque le sea dolorosa
esa incomprensión, no la afectará para desarrollar las potencialidades de su propia
vida, siempre que el padre aporte lo necesario para brindar apoyo emocional y pueda servir para funcionar para su hija como un puerto de descanso. Cuando no existe ese padre, si la madre tiene otros intereses vitales y no deposita todas sus necesidades afectivas en su hija, también le puede permitir su crecimiento emocional y su apertura al deseo.
Claudia Truzzoli
c.truzzoli@gmail.com
Psicóloga y psicoanalista
Escrito publicado en Revista Mente Sana nº64
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