Frente a la sexualidad se
pueden destacar dos maneras totalmente diferentes de considerarla que responden
a distintas concepciones acerca de su constitución: el esencialismo y el
constructivismo. El esencialismo supone que la sexualidad pertenece a un orden
natural, biológico, a-histórico y universal, que garantiza que la diferencia
sexual funcione como una premisa de una
diferencia de deseos que acercarían a los dos sexos opuestos que satisfarían
así sus impulsos heterosexuales considerados naturales y toda desviación de
este marco heterosexual será considerado por el esencialismo como una
patología, una enfermedad o una perversión. El esencialismo admite cierta
trasgresión del fin sexual del coito en concepto de placeres preliminares, pero
esos mismos placeres preliminares si se efectúan fuera del marco heterosexual
son considerados como perversiones inaceptables, lo cual ya supone que la
elección sexual considerada normal debe ser heterosexual. El deseo después de
Freud no puede reducirse a la biología sin intervención de las otras instancias
del aparato psíquico que lo condicionan, lo cual desvirtúa cualquier
interpretación simplista de que los problemas sexuales se resolverían
levantando la represión a través de ejercitarse en el sexo. Para Freud, el sometimiento
a la ley del Padre primitivo asesinado –tal como escribió en Totem y Tabú- es una garantía de vida civilizada porque él
creía firmemente que la sexualidad debía pagar un precio de renuncia e
insatisfacción para acceder a la cultura, dado que satisfacción de todos los
impulsos eróticos y civilización eran dos términos incompatibles. El deseo no
puede nunca ser producto de la voluntad ni de una planificación conciente. Por
esa razón puede reivindicar su insistencia, su carácter anárquico y nada domesticable
y desafiar cualquier intento unificador de la identidad si por tal entendemos
el sesgo distorsionador que desde los mecanismos de control social imponen una
uniformidad que se condensa en la categoría de la normalidad. Que esta característica
del deseo sea universal no quiere decir que no tenga una historia particular.
La dificultad de la
tradición freudiana ha sido identificar esa historia sin caer en el
universalismo de Jung para quien la cultura es un resultado de las formas
arquetípicas y sin caer tampoco en el relativismo sociológico de los
postfreudianos como Erich Fromm o Karen Horney para quienes la teoría del
Edipo, la represión y la libido son productos culturales. Existen necesidades
estructurales de la cultura humana que deben repetirse en cada cultura para su
propia supervivencia, por ejemplo, la ley de la exogamia y la prohibición del
incesto. El complejo de Edipo en Freud se supone constitutivo de las
identidades sexuales, pero la teoría del padre primitivo ya supone identidades
diferenciadas desde el origen de la historia, con un Padre situado en posición
simbólica. Con el mito de Totem y Tabú Freud explica la reproducción de esa
posición simbólica en todas las generaciones, pero no logra explicar porque
surgió así en el origen y es difícil no ver esos tabú como productos para Freud
de necesidades psíquicas básicas. El mito fundador se apoya en una estructura
psíquica heterosexual y el deseo no es libre sino fuertemente contenido desde
el principio.
El surgimiento de políticas
autoritarias fascistas en los años veinte y las condiciones sociales de
depresión económica de los años treinta permite entender el marco de donde
surge el desvío de Wilhelm Reich desde el freudismo ortodoxo hacia una nueva
psicología que explicara la miseria sexual. Para él las personas enfermaban
porque no lograban una manera satisfactoria de descargarse de sus impulsos sexuales
por lo cual su teoría del orgasmo fue central en su trabajo. Pero este orgasmo
debía ser heterosexual, acompañado de una fantasía apropiada, de duración
correcta y conducir a una liberación total de la libido contenida, que para
Reich era una fuerza biológica, que denominó energía orgónica cósmica, que se
podía medir y ver, de naturaleza genital, heterosexual y natural. Por esto para
Reich la resolución del complejo de Edipo debía desembocar en una
heterosexualidad natural y sana siendo los impulsos pregenitales los que
impedían este desarrollo natural. Por eso para Reich la terapia consistía en
recuperar la potencia orgástica heterosexual y complementaria entre hombre y
mujer. Es algo que contradice la idea freudiana para quien la organización genital
supone una restricción de las pulsiones que genera la neurosis, siendo además
el Edipo un drama de separación y de renuncia al objeto de deseo. Por eso para
Freud el objeto del psicoanálisis no debía ser recomendar al paciente llevar
una vida sexual plena porque la sexualidad era sólo uno de los términos del
conflicto mental y enfatizar lo sexual podría conducir como mucho a la
aparición de otros síntomas pero no curaría la neurosis. Incluso el énfasis que
Masters y Johnson han puesto sobre la armonía orgásmica –que no deja de ser un
ideal propuesto más que una realización en la realidad- puede verse como una
consecuencia tal vez inconsciente de las teorías de Reich.
Herbert Marcuse criticó el
simplismo de Reich por no considerar la complejidad de la pulsión sexual y su
fusión con los impulsos destructivos y considerar la libertad sexual como un
fin en sí mismo ignorando el dolor y la alienación que subyacen
a la civilización.
Marcuse retomó de Freud el biologismo latente, el conflicto
entre Eros y Tanatos, la horda primitiva y la necesidad de represión sexual,
pero a diferencia de Freud, para Marcuse la represión en la sociedad moderna es
una represión añadida a la básica que responde a la dominación derivada de la
explotación de clase. El principio de rendimiento propio de las sociedades
capitalistas adoptó la forma de una represión de los impulsos sexuales
parciales que trajo como resultado una reducción de la potencialidad del hombre
para el placer que servía a los fines del trabajo explotador. Marcuse considera
que uno de los factores que conducen a la pulsión de muerte es la represión de
la sexualidad, solo si Eros es más libre puede minimizarse el efecto tanático.
Uno de sus argumentos más provocadores es que las perversiones expresaban una
rebeldía hacia la hegemonía de la sexualidad procreadora y genital, un rechazo
de la normalidad impuesta por el principio de rendimiento. Marcuse, a
diferencia de Freud, supone que la civilización surge del placer, mientras que
Freud afirma lo contrario, la necesidad de represión de la pregenitalidad y la
necesidad de adaptación a las normas heterosexuales y genitales. Para Marcuse
fenómenos como el narcisismo y la homosexualidad, tabúes en las sociedades
burguesas (las perversiones de Freud) contienen un potencial revolucionario.
Tanto Reich como Marcuse están de acuerdo en la existencia de una estructura
pulsiónal común a todas las culturas, aunque difieran en lo que respecta a los
impulsos sexuales considerados saludables y en los fines terapéuticos
consiguientes. Son esencialitas entonces porque ignoran lo social en la
constitución misma de la sexualidad.
Tanto para Reich como para
Marcuse la biología no es sólo la base indispensable del desarrollo psicosexual
sino que es idéntica a éste. Esto ha dado lugar a una postura moral tan
normativa y restrictiva en sus implicaciones como las formas burguesas a las
que pretenden desafiar. El ejemplo más claro es la normalidad genital que
preconiza Reich. Además ninguno de los dos se muestra preocupado por la
configuración de la sexualidad femenina. Suponen que la masculinidad y la
feminidad son formas activas y pasivas del mismo impulso sexual. Esto me
recuerda una frase irónica de la sexóloga Leonore Tiefer que dice que cabe resumir
fácilmente la construcción del género en
la nomenclatura psiquiátrica oficial de la sexualidad: hombres y mujeres son
iguales porque todos son hombres. Algo parecido podría decirse de los esfuerzos de Masters y
Johnson en su estudio La respuesta Sexual Humana, porque al centrarse en
el estudio del ciclo fisiológico de
la sexualidad centrado en la
genitalidad dejaron fuera de la
investigación todo el proceso que conduce a un resultado orgásmico
satisfactorio, excluyendo problemas como la obsesión exclusiva para alcanzar el
orgasmo, lo que ya genera bastante ansiedad, problemas tales como la falta de
ternura, la incapacidad de besar, la atracción por otra pareja, factores todos
que inciden emocionalmente especialmente en las mujeres, tal como señaló Shere
Hite. Los sexólogos deberían saber que buena parte de la terapia sexual es de
naturaleza no sexual.
El esencialismo no admite
las diversidades sexuales como opciones válidas o normales. Y hunde cómo
filosofía sus raíces en el pensamiento médico y en la biología. No es que la
biología no tenga importancia en el sostén y posibilidad de funcionamiento
orgánico de la sexualidad, desmentir eso sería negar el valor del cuerpo donde
la sexualidad se manifiesta, pero reducir la sexualidad al funcionamiento
biológico implica negar la inserción de los hombres y las mujeres en la cultura
y el poder del lenguaje como trasmisor de los deseos provenientes de otros
significativos para el ser humano determinando sus propios valores y deseos en
la construcción de su sexualidad.
El constructivismo es otra
línea de pensamiento de la sexualidad, que presupone que nada es natural en
ella, sino que es un resultado de múltiples determinaciones, que está sometida
a cuestiones históricas, culturales, que a su vez, determinan el valor de las
conductas y opciones sexuales. En su apoyo cita que los términos homosexual y
heterosexual son construcciones históricas que intentan definir una identidad
para controlar mejor socialmente a los disidentes del sexo “natural”. De acuerdo
con estaos presupuestos, el constructivismo le otorga el mismo valor a las
sexualidades diversas que a la heterosexualidad. Incluso Adrienne Rich, una
poeta americana, habla de la heterosexualidad obligatoria, como compulsión que
está determinada socialmente, pero ese enfoque no permite entender que la
heterosexualidad pueda ser una preferencia erótica sincera para otras mujeres,
con lo cual su análisis de la heterosexualidad obligatoria si bien es válido en
cuanto a los aspectos coercitivos que señala de la misma, llega sin embargo tan
lejos como afirmar que la heterosexualidad nunca fue una preferencia para las
mujeres con lo cual su crítica pierde fuerza porque casi es una proclama de una
homosexualidad obligatoria. Otros
autores como Michel Foucault señalaron los mecanismos de control social en la
producción de las sexualidades en su Historia de la sexualidad. Por
ejemplo, él señala
que el término homosexual recién hizo su aparición en un momento
determinado de la historia y consecuentemente su contrario heterosexual,
coincidiendo con un momento de tránsito desde el discurso religioso que
calificaba ciertos actos sexuales como pecados a un discurso médico que los
calificaba de enfermedades. Un autor como Pierre Bordieu en La dominación
masculina señaló cómo los aparatos del Estado se encargan de reproducir los
mensajes que perpetúan la dominación haciéndolos aparecer como naturales.
Teresa de Laurentis en su libro Diferencias señaló el carácter social de
las tecnologías del género. El psicoanálisis freudiano se sitúa en los márgenes
del esencialismo y el constructivismo, porque si bien se apoya en que la
anatomía es el destino, no deduce necesariamente que tener un determinado sexo
sea índice de una aceptación del mismo ni de su aceptación a identificarse con
el mismo género. Algunos han llegado a decir que Freud fue el primer filósofo
queer por su ruptura con un determinismo desde el origen de la identidad
sexual, pero esto es exagerado. La filosofía queer al despreciar el valor del
inconsciente no admite restricciones en la libertad sexual -como las nacidas de
la fijación y del fantasma- y afirma que la sexualidad es preformativa creando
la ilusión de que alguien puede llegar a ser lo que quiera ser. Desprecian todo
concepto de identidad fija.
Un discurso no ingenuo
acerca de la sexualidad debe partir de la premisa de que ésta no es un acto
natural. Una afirmación de esta naturaleza desata indudablemente una polémica
sobre todo desde los sectores más conservadores -que suelen adherirse a
concepciones naturalistas de la sexualidad- y sobre todo, que justifican la
sexualidad como un instrumento válido sólo a determinados fines, que según las
épocas históricas, se pueden nombrar desde el exclusivo interés por la
procreación, fin que justificaba el medio, hasta épocas más modernas pero no
menos conservadoras, donde se le da cierto lugar al placer pero con muchísimas
reservas. Esto es especialmente evidente en los discursos religiosos y
políticos de la derecha en los cuales el sexo es un elemento peligroso, de
perdición del sujeto, no sólo en un sentido pecaminoso sino en un sentido de
perder el sujeto la posibilidad de control de los impulsos sexuales por la
apertura al placer. Esa apertura se considera como un peligro que atenta contra
todo un orden social, idea que lleva a preconizar el valor de la represión o la
sublimación -en otras palabras, de la insatisfacción sexual- como la garantía de
la inserción en la cultura y la defensa de los valores tradicionales
familiares. Valores que hacen
recaer en la
familia –tradicional y nuclear-
la única posibilidad
de satisfacer necesidades humanas de cariño, apoyo, solidaridad,
trascendencia a través
de hijos comunes
propios. También se le asigna a la familia tradicional el poder de la contención de los impulsos irrefrenables que se le
adjudica a la sexualidad masculina, por tener ocasión de canalizarlos en la
vida conyugal, lo cual espera el rol complementario de la mujer en el apaciguamiento
de los mismos. Lo que presupone
que ella se preste al rol de procurar el reposo del guerrero sin
importar demasiado si ella desea o no tener sexo o bien si lo desea, sin
importar demasiado si logra satisfacerse con su práctica real. Lo destacable a
señalar en esta idea de la familia es su carácter ideológico desde el momento
en que se hace una idealización de “la” familia, como si sólo fuera posible una
sola forma de familia, la nuclear, contradiciendo la experiencia real de otros
tipos de familia que pueden procurar la satisfacción de necesidades humanas
importantes como las señaladas anteriormente para la familia tradicional. Jeffrey
Weeks en El malestar de la sexualidad, dice la
familia tal como es evocada por la retórica de la pureza social casi no existe
y quizá nunca existió. El falso pluralismo del que hace gala un aviso del
Reader’s Digest anunciando una nueva publicación, Families, capta la realidad
actual más acertadamente. La familia de hoy está compuesta por:
-papá, mamá y dos
hijos
-una pareja con
tres hijos, uno de él, otro de ella y otro de los dos.
-una secretaria
de 26 años con su hijo adoptivo.
-una pareja que
comparte todo salvo un certificado de matrimonio.
-una mujer
divorciada y su hijastra.
-una pareja de
jubilados que cría a su nieto.
Sin embargo, la
diversidad misma de estas formas, (que son desde luego tanto más diversas si incluimos
formas alternativas que en esta lista brillan por su ausencia) se convierte en
fuente de ansiedades. Contra este liberalismo aparentemente amoral, una familia
hipotética o mítica funciona como una poderosa metáfora de orden y armonía.
Sin embargo, frente a esta
metáfora idealizante también hay que destacar que es en el interior de la
familia nuclear tradicional donde se producen
los incestos, la violencia doméstica, las violaciones conyugales, los
abusos sexuales con menores, cosas que no se mencionan pero suceden. Las
conductas censuradas por la idealización de la familia tienen un soporte
ideológico en la idealización de la heterosexualidad como una fuente de
limpieza sexual, con un intento de dejar en los márgenes conductas que se
desvíen de esta norma, por eso se las llama desviadas, que se proyectan en
grupos a los cuales se estigmatiza sin fundamento
real. Sólo se admiten si se considera
que están dirigidas a excitar el deseo erótico heterosexual, como por ejemplo,
la representación de sexo lésbico en la pornografía, que considera que las dos
mujeres no son lesbianas sino que se prestan a actos lesbianos para excitar al
compañero heterosexual. Se cometen de este manera muchos
horrores conceptuales nacidos de
los prejuicios de los
expertos como por ejemplo, la identificación de la homosexualidad con
pedofilia, abusos de menores, violaciones, o incluso con prácticas que
trascienden las barreras de especies, como la zoofilia, o prácticas como el
sadomasoquismo, que no son ni representativas de las preferencias sexuales de
un grupo determinado, ni siquiera reductibles a ese grupo. Hay muchos hombres
heterosexuales, ejecutivos de alto nivel que se muestran sumamente activos en
su función laboral, que concurren a lugares donde se practica el
sadomasoquismo, para hacerse fustigar por una ama o para disfrutar de los
placeres de la pasividad. O al revés, hombres que son humillados en su vida
cotidiana por su pareja femenina o no, que recurren a los clubes de
sadomasoquismo para adoptar un rol dominante que reequilibre las cuestiones de
poder. Además la heterosexualidad nunca ha sido garantía de invulnerabilidad a
otros deseos que la contradicen, como lo prueba el amplio espectro de fantasías
eróticas y el consumo por parte de muchas parejas heterosexuales de
material pornográfico para excitar el
deseo sexual. Si una pareja necesita excitarse viendo material pornográfico es
signo de que el deseo tiene formas muy polifacéticas que no siempre quedan
contenidas y subyugadas en la genitalidad exclusiva.
La pornografía ha sido
objeto de furiosa polémica dentro del movimiento feminista por considerar que
reforzaba la objetualización de la mujer reduciendo su identidad a un cuerpo
exhibido para consumo de deseos masculinos, que contribuía a difundir una
imagen de sometimiento y de violencia sexual,
pero como toda generalización corre el riesgo de dejar fuera de su
contexto otra realidad, la que el uso de material pornográfico no se limita
sólo a los hombres, sino también hay mujeres que la utilizan y parejas que lo
hacen. En una ocasión una feminista de la que no recuerdo el nombre, contestó a
una mujer que le decía que se excitaba con la pornografía que ella no tenía
derecho a tener tales fantasías. Es de notar la paradoja de cómo pueden
coincidir el más rancio puritanismo sexual con un feminismo radical que
pretende una pureza sexual basada en la diferencia de subjetividades sexuales. Además hay que tener en cuenta la utilización
por parte del sistema de cualquier ocasión de hacer negocio a costa de su
moralina. La pornografía constituía en Estados Unidos una industria de cinco
mil millones de dólares, distribuida en veinte mil librerías para adultos y
unas 800 salas de cine X permanentemente abiertas ofreciendo
distinciones para las
distintas preferencias sexuales, pornografía hetero, gay, sádica,
lésbica, porno con niños por lo que es difícil generalizar sobre sus mercados o
su impacto.
Algunas feministas como Pat Califia y Lisa
Orlando, quienes no ocultan su gusto por el sadomasoquismo, han defendido
cierto aspecto de la pornografía como un desafío a
la predisposición puritana de nuestra cultura, como una serie de modelos
antitéticos a los que ofrecen la Iglesia Católica , las novelas románticas y mi
madre. Con respecto al
sadomasoquismo hay que decir que tiene más relación con el placer de una
representación ritualizada del poder asimétrico en una pareja donde se reparten
roles de dominador/dominado, que con un placer en la búsqueda del dolor
masoquista y el sadismo de procurarlo, que supone un contrato con previo
consentimiento de ambas partes de hasta donde se quiere llegar con la
representación y sus límites que son respetados por ambas partes. La reducción
del sadomasoquismo a la búsqueda del dolor es una confusión entre un trastorno
grave de la pulsión y una representación lúdica de relaciones de poder que poco
tienen que ver con lo anterior. Un ejemplo de ello lo tenemos en la película La pianista donde se ve claramente que la
petición que le hace al joven de quien se siente atraída de que represente un
ritual sadomasoquista tal como ella se lo deja por escrito, es tomada por él
como una petición real de sadismo y la golpea, frente a lo cual ella reacciona
con espanto e intenta huir de él. El abismo que se crea entre fantasía y
realidad no siempre es entendido sobre todo por los varones que tienden a ignorarlo porque su acceso a la
realización de las fantasías eróticas
está más facilitado que en las mujeres en quienes la distancia entre fantasía y
realidad puede ser abismal. También lo
que denuncian las encuestas sobre el perfil medio del asiduo a la prostitución
es un hombre casado de alrededor de treinta años y heterosexual y lo que
denuncian las prostitutas es que de no haberse dedicado a este oficio no se
hubieran ni siquiera imaginado las peticiones que pueden llegar a hacerles sus
clientes.
Hasta aquí ya se puede
visualizar como la sexualidad no es solamente un acto natural desde el momento
en que están recayendo sobre ella discursos religiosos que asignan un valor
dado a la misma y una instrumentación política que dicta leyes que intentan
regular las prácticas sexuales que se consideran buenas y se diferencian de las
que se consideran perniciosas o peligrosas. En general, todas las sexualidades
que difieren del patrón heterosexual normativo, se consideran peligrosas de
algún modo por estos estamentos religiosos y políticos de derecha. Basta
escuchar los discursos papales con respecto a la sexualidad, a la familia
tradicional y a su condena de las nuevas formas familiares, su condena de la
homosexualidad, su oposición a la adopción de niños por estas parejas sostenida
por la creencia de la necesidad de
contar con un padre y una madre para que un niño no desarrolle grandes
trastornos psíquicos. Tal idea alude a presencias ideales del padre y de la madre, sin cuestionar si éstos pueden
o no sostener bien sus funciones parentales. Un hogar con un padre abusador
sexual o violento o una madre drogadicta por poner ejemplos que no pueden
sostener sus funciones paternas o maternas, evidentemente no es garantía de que
los hijos criados por estas figuras no vayan a tener trastornos psicológicos.
El remedio que desde los discursos
religiosos se propone para hacer volver al redil de la normalidad las
sexualidades desviadas –como si eso fuera posible- es la castidad, ideal
imposible, como lo atestiguan las distintas denuncias de sacerdotes que abusan
de sus alumnos menores. Contra las uniones homosexuales, se alega el argumento
de que son antinaturales, lo que denuncia la creencia en la naturalidad de las
otras uniones. Se dice que la homosexualidad se vive como una pérdida de posibilidades
porque no pueden tener hijos propios, lo que priva de la posibilidad de
satisfacer la necesidad de trascendencia. Pero con la aparición de las nuevas
técnicas de reproducción asistida, no sólo es posible tener hijos propios sino,
en el caso de parejas lesbianas, tenerlos con la pareja lesbiana a través de la
fusión de óvulos, una técnica que sigue los mismos procedimientos técnicos de
la clonación. En cambio, el homosexual masculino, sigue teniendo la limitación
en el no poder tener hijos naturales con su compañero masculino, pero sí puede
tenerlos propios con la ayuda de alguna amiga
o con una madre de alquiler. Ya se cuenta con la posibilidad real de que
la madre no sea una sola, puesto que puede dispersarse entre la que dona sus
óvulos y la que presta su vientre para gestar. Y si agregamos la que puede
hacerse cargo de la función materna al adoptar, tendríamos una tercera
dispersión. Con la paternidad también podríamos asistir a la escisión entre el
genitor puede donar su esperma anónimamente o no, para fecundar un óvulo ya sea
por inseminación artificial directa o in vitro, y ser otro el padre social que
se hará cargo de ese hijo gestado así. Alguien a estas alturas podrá
preguntarse si abrimos el espectro de las posibilidades sexuales ¿vale todo? Es
una buena pregunta porque las respuestas a la misma pueden variar. Yo creo que
es imposible no hacer una apreciación ética por muy progresista que se intente
ser con respecto a las sexualidades. Si las diversidades sexuales reclaman
derechos a ser reconocidas como válidas, surge la pregunta de si todas las
diversidades deben ser admitidas. Evidentemente yo creo que no, el límite sería
para aquellas formas de sexualidad que implican una desproporción manifiesta de
poder entre ambos participantes que harían daño a uno de los implicados, por
ejemplo, la pedofilia, la pulsión del asesino en serie, el exhibicionismo
frente a un menor a quien se pretende impresionar, el sadismo o el masoquismo
que llevados a su extremo pueden conducir a la muerte. En fin, estos ejemplos
que se me ocurren denotan la fragilidad del argumento que se alega a favor de
estas prácticas: el consentimiento mutuo. Si éste se produce entre adultos con
la misma capacidad de decisión y poder de hacerlo, nadie tiene derecho a
inmiscuirse en una cuestión privada. Pero, la violencia doméstica tiene una
larga tradición justamente porque siempre se ha considerado una cuestión
privada. Cuando se elaboran leyes para cuidar a las personas de su propia
sexualidad, se pueden mezclar con suma facilidad lo público y lo privado. Es
más, lo público invade la esfera privada desde el momento en que no sólo
elabora leyes que regulan y limitan la libertad de acción sobre el propio
cuerpo, -un ejemplo de ello es la ley del aborto- sino que también afectan al
individuo cuando no responde a lo normativo por las opiniones estigmatizantes y
descalificadoras que se vierten sobre él. En Estados Unidos, la moralina sexual
llegó en ciertos estados a penalizar la felación, aunque fuera un asunto de alcoba privada, hasta el punto que
si dos hombres eran sorprendidos en un acto así dentro de su propio dormitorio
podían ir a la cárcel. Sin embargo, es una práctica muy frecuente
también en las
relaciones heterosexuales. Que Clinton sea recordado más por una felación famosa que por los logros de
su presidencia, denota la hipocresía de la sociedad puritana que se presenta a
sí misma como totalmente ajena a esas cuestiones. Por ahora interrumpiremos aquí y
continuaremos en la segunda parte con aspectos específicos de cómo viven la
sexualidad los hombres y las mujeres en nuestra cultura blanca y occidental y
no sin hacer antes una referencia al análisis lacaniano que tuvo la virtud de
abrir nuevos horizontes en su visión de la sexualidad, especialmente la
femenina, y sobre todo por desmitificar su orden natural y la idea de una
complementariedad sexual. De ahí su famosa afirmación lapidaria de que no hay
relación sexual, o sea, no hay nada en el deseo de un hombre y de una mujer que
asegure un encuentro complementario. Más bien él señaló la imposibilidad de tal
encuentro.
CLAUDIA TRUZZOLI
Psicóloga y psicoanalista
Parte de un curso de sexualidad de 4 horas impartido
en el Institut Catalá de les Dones de Tarragona el 16 de enero de 2007.
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