lunes, 6 de mayo de 2013

ACEPTAR LAS PROPIAS CARENCIAS



Hablar de carencias es un tema que gusta poco. En una ocasión alguien que sabía que yo era psicóloga, me contó un chiste malintencionado con objeto de desvalorizar la profesión. El chiste decía así: Dos amigos que hace tiempo que no se ven, se encuentran por la calle y uno de ellos, sabiendo que su amigo consultaba desde hacía tiempo a un psicólogo, le pregunta si ha resuelto el problema que tenía. Y el amigo le contestó que no, pero que ya no le importaba. Sabemos entre otras cosas por Sigmund Freud en su obra El chiste y su relación con lo inconciente que todo chiste contiene una parte de verdad y otra de mentira. ¿Cuál es la parte de verdad del chiste mencionado antes? Es que cuando se flexibiliza nuestra relación con los ideales, hay cosas que dejan de hacernos sufrir porque podemos digerir en nuestras emociones que la fantasía y la realidad si bien se sostienen para procurarnos ilusiones, también deben diferenciarse para admitir que lo real nunca es perfecto ni se ajusta sin estridencias a nuestras expectativas.  Cada persona es un mundo singular y está sujeta a determinaciones que limitan su campo de realización personal. No todas tienen el mismo talento, ni la misma hermosura, ni la misma  plasticidad, ni la misma ambición en lo que esperan de la vida. Disfrutar con lo que efectivamente está a nuestro alcance, dependerá en gran medida, de la capacidad de aceptación de nuestras carencias y también que nuestras pretensiones no sean inalcanzables por tener la mirada dirigida a situaciones ideales que se ajustarían a nuestros deseos pero no a la posibilidad de realizarlos. Hay personas cuyas ilusiones están dirigidas a metas imposibles para ellas, por ejemplo, supongamos un adolescente que quiere ser jugador de baloncesto pero no tiene la estatura mínima requerida para eso, o alguien que quiere ser un personaje importante, reconocido socialmente, pero no tiene la voluntad suficiente para pagar el precio en trabajo que eso requiere y que le permitiría tal vez, satisfacer sus ambiciones. Este sufrirá de una envidia estéril que lo hará sentirse cada vez peor y no le permitirá enriquecerse con las herramientas que necesitaría para acercarse a una meta querida.    Evidentemente, ayudarlo en ese caso es hacer que pueda emocionalmente aceptar sus límites y ponerlo en el camino adecuado para que pueda asimilar ser uno más entre otros, para empezar, sin sufrir una humillación por no ser genial de entrada. Otros casos tienen relación con inseguridades que no se quieren someter a la prueba de realidad, por ejemplo, un joven que me decía que si él hubiera querido, hubiera podido llegar a ser muy brillante en una profesión que le gustaba. La cuestión es que nunca quiso poner a prueba si tenía el talento suficiente para realizar sus ambiciones. Prefirió quedarse con la fantasía de poder que aunque resultaba pobre por falta de logros, le evitaba constatar cuales eran sus límites reales. No enfrentarse a las propias carencias, si bien  sostiene un ideal narcisista de omnipotencia, empobrece la vida porque la imagen de sí mismo no se somete a la prueba de realidad y como toda falsedad, se sostiene con alfileres e implica una limitación importante en las relaciones con los demás. ¿Cómo se hace para ocultar la propia impotencia si no es evitando las situaciones de confrontación con otros? Ese disimulo requiere mucha energía invertida en el ocultamiento. Los que no pueden aceptar sus  carencias,  están presos de la lógica del todo o nada, -o sea, sino puedo todo, no valgo nada- mientras que las que pueden aceptarlas, pueden disfrutar de más ocasiones de placer porque liberadas del gasto excesivo de energía que empleaban para mostrarse demasiado perfectas, -tarea imposible-, aprenden a buscar su satisfacción en otras fuentes donde pueden explotar sus potencialidades y cuyo acceso les instruyen que la parcialidad realizable siempre es más satisfactoria que pretender lo absoluto inalcanzable. Las víctimas del ideal de perfección son personas ansiosas que no cesan en sus intentos de posesión de más conocimientos, más bienes, más poder, movidas como están por una lógica del tener, que se nutre del descuido de las limitaciones de nuestro ser.

Si alguien me preguntara qué ventaja se obtiene de aceptar los propios límites en un mundo regulado justamente por lo contrario, le contestaría que en situaciones de impotencia real, por ejemplo, pérdida del trabajo, ruptura de una pareja, enfermedad invalidante, por hablar sólo de situaciones extremas donde necesitamos la ayuda de los demás, están más capacitadas de aceptar esas ayudas sin sufrimiento las personas que reconocen que no pueden todo y que ese no poder no las hace menos valiosas que otras. En cambio, aquellas que no pueden aceptar una limitación de su poder, no sólo sufren sino que pueden hacer que las personas que les están cercanas vivan un infierno. Luis Bonino, un psiquiatra que se dedica a tratar hombres violentos, señala que a falta de una educación que los preparara a ser más humildes y realistas, los hombres en situaciones de impotencia pueden adoptar conductas de riesgo para compensar ilusoriamente esa carencia o pretender ahogar su sufrimiento en alcohol o drogas, o bien, en hacer la vida imposible a quienes están acompañándolos, buscando culpables de su malestar. Pero en casos no tan extremos, también se ve que la adhesión a los ideales de omnipotencia sólo limita más al sujeto y lo aleja de la realidad empobreciéndolo al dejarlo limitado a su fantasía. 
      
Más arriba mencionaba una parte de verdad y de mentira en el chiste del hombre que va al psicólogo y que le dice al amigo que no solucionó su problema pero que ya no le importa. La parte de mentira en este caso es no tener en cuenta la modificación de la relación de ese sujeto con las cosas que le hacen gozar. Un hombre al que traté, no podía sostener relaciones de pareja satisfactorias porque no lograba encontrar una mujer que fuera toda para él, que estuviera totalmente dedicada a sus necesidades y disponible cada vez que él la necesitara sin pedirle nada para ella misma. Ese absolutismo esperado en la entrega, la realidad se encargaba de recortarlo y como no podía aceptar ese recorte, cortaba su relación. Eso se repetía con cada relación nueva. Por esa razón, se puso en tratamiento conmigo. El resultado de ese trabajo personal,  le permitió disfrutar del tiempo de ilusión de sus relaciones y pasado el período de enamoramiento, -que siempre tiene fecha de caducidad- poder cambiar la naturaleza de su vínculo e intentar una amistad con sus ex amantes. Visto desde fuera, parecería que no solucionó nada, pero sin embargo, aceptar que las satisfacciones nunca son absolutas, le permitió disfrutar del placer de los amigos, de las conversaciones de todo tipo, -sean éstas a veces frívolas, otras de mayor trascendencia-, de una buena lectura, de una buena música, del ejercicio y cuidado del cuerpo, de una buena película, de un viaje que rompía su rutina cotidiana, de los desafíos de aprender algo nuevo, por mencionar sólo algunas de las actividades que la vida ofrece para acompañarnos y poder sostenernos con alegría.  

Saber hacer con el propio síntoma resuelve no pocas cosas. Propio síntoma quiere decir, propio de cada uno, con soluciones no generales para todos. Estamos todos condicionados a una relación específica con aquello que nos hace gozar, relación que muchas veces desconocemos y que nos hace sufrir sus efectos. El análisis procura un saber sobre eso y modifica nuestra relación con las situaciones que nos hacen gozar –que también implican sufrir-. Por ejemplo, una mujer que se queja de que su madre no la deja vivir por hacerle demandas excesivas. Su matrimonio peligra y ella sufre por eso, pero lo que no sabe es que disfruta de lo mismo de lo que se queja. En este caso, de sentir que para su madre, ella es todo. Es ese todo lo que explica la fascinación que ejerce el psicótico sobre los demás. Porque él entrega todo aunque al precio de la asfixia, cuando no de la violencia, si no se satisfacen sus carencias. Pasar del todo a las partes  implica una renuncia difícil a un objeto de amor soñado y  nunca tenido con el que la nostalgia nos engaña, pero permite diversificar el placer.

CLAUDIA TRUZZOLI
Psicóloga y psicoanalista
Ex presidenta de la sección Dones del Colegio de Psicólogos de Catalunya. Colaboradora de Caps (Centro de Atención de Programas Sanitarios), pertenece a la redcaps de profesionales sanitarias. Ex colaboradora de la revista Mente Sana, en cuyo nº 76, publiqué este escrito.

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