martes, 30 de abril de 2013

CINE: LA CINTA BLANCA. COMENTARIO.




Excelente película del director austríaco Michael Hanneke, quien ha dirigido películas como La pianista, Funny Games, Código desconocido, Caché, entre otras. Filmada en blanco y negro, -que da más fuerza a los personajes- y ambientada en un pueblo imaginario de Alemania antes de la segunda guerra mundial, se desarrolla en un clima opresivo, angustioso, que nos hace sentir las consecuencias y todo el peso de una educación basada en los principios de una religión que hace sufrir a sus fieles una presión en dirección a la virtud. Presión que no deja lugar ninguno a la espontaneidad ni al placer, ni siquiera en sus más mínimas manifestaciones.

Se comete un acto delictivo sin que nadie haya visto nada, víctima del cual es el médico del pueblo. Alguien ha colocado un hilo casi invisible cerca de la entrada de su finca, que hace tropezar al caballo que él montaba, haciéndolo caer. El médico resulta herido y tiene que ser hospitalizado. Primer delito en un pueblo tranquilo hasta entonces. Ese primer acto es seguido al tiempo por otro donde resulta torturado salvajemente un niño, hijo del barón del lugar. Todos comienzan a desconfiar entre sí, se hacen denuncias unos a otros, que no pueden ser probadas. El pastor del pueblo, un personaje central en la película, es quien da los sermones en la iglesia y quien por otra parte, se convierte en un vigilante con exceso de celo en lo que concierne a la intimidad de sus hijos, intimidad que no es permitida en ningún momento. Hay una escena donde el padre interroga al hijo púber acerca de lo que hace con su pulsión sexual, que si bien es un interrogatorio hecho con la mayor sutileza, la escena resulta muy violenta por el forzamiento de la confesión que es arrancada al hijo y la vergüenza que le hace pasar por admitir que se masturba y por hacerle soportar la retahíla de advertencias acerca de los peligros mortíferos del acto voluptuoso. Supuestos peligros que la religión da por ciertos. En consecuencia y como prevención y por su bien, su padre le obliga como castigo  a llevar una cinta blanca que es símbolo de virtud y de inocencia, para que recuerde lo que no debe hacer. Y para asegurarse de que no lo haga, le ata las manos a su cama  cuando va a dormir.

El relato de los hechos que se narran en la película, corre a cargo del maestro del pueblo quien a toro pasado nos cuenta como los ha vivido. El barón, señor feudal donde los haya, no es querido por sus súbditos por su carácter despótico, su falta de piedad, su arbitrariedad, quien es capaz por venganza de dejar a una familia de sus trabajadores sin sustento al sentirse desafiado. Su mujer está  muy decepcionada con él y quiere abandonarlo porque no quiere que su hijo se críe en medio de la maldad que parece reinar en el lugar. Decide marcharse a Italia con su hijo para alejarse de ese malestar y vuelve después de un tiempo con una institutriz italiana que da un aire más espontáneo a la crianza de los niños. El hijo del barón corre hacia el río y la mirada maligna de los dos hijos del pastor, la complicidad tácita entre ellos cuando lo observan tumbado displicentemente tocando su flauta, hace de esta escena una premonición de un futuro ataque contra este niño envidiado. Estos niños, educados en la más férrea disciplina, donde el placer o cualquier manifestación de espontaneidad está interdicta, contrastan notablemente con el carácter sensual del hijo del barón, que está acostado en el suelo, con su pelo rubio ondulado y rizado, con aire displicente, disfrutando del sonido de su flauta, que despierta todo el odio de quienes ven desplegarse delante de sus ojos una vida de disfrute sensual permitido con libertad a un hijo querido y mimado, al que no le controlan sus placeres, disfrute al que ellos nunca podrán tener acceso. La visión de una vida envidiada que tiene como espectadores a niños desposeídos del placer provoca un pasaje al acto violento, destructivo. Le roban al niño su flauta y le arrojan al agua donde al ver que no salía, lo rescatan, salvándole de ahogarse. Tocar su flauta –simbolismo fálico que remite por asociación al acto masturbatorio prohibido a ellos y permitido al hijo del barón-. Después de este ataque, su madre decide abandonar al barón y marcharse a Italia. Le confiesa que se ha enamorado de otro hombre, que es cariñoso con ella y con los niños y que sólo había vuelto de ese país para darle una segunda oportunidad.  Hermosa escena por el contraste entre la rigidez del barón herido en su orgullo cuando escucha esta confesión de su mujer y la plasticidad y seguridad de ella que no necesita endurecerse para hacer lo que desea.

La interferencia de un padre superyoico en exceso que trasmite unos ideales castradores no sólo está presente en este padre sino en otro personaje, dependiente del barón feudal,   que tampoco perdona a su hijo un acto de rebelión justa frente a aquél, acto que tiene como consecuencia que pierda su trabajo toda la familia y que se suicide su padre. Los únicos momentos de ternura en la película, nos los proporciona un niño pequeño hijo del pastor, que logra conmoverlo. Uno de esos momentos es cuando le pide permiso para curar a un pajarillo herido. Su padre le dice que eso implica hacerse responsable de él y le pregunta si luego lo dejará en libertad. El niño mira una jaula donde el padre tiene un pájaro cautivo y le interroga por él. Su padre contesta que ese pájaro nació en cautividad, pero el que él tiene herido está acostumbrado a estar en libertad. Si él es capaz de dejarle ir cuando esté curado, puede quedárselo hasta que se cure, pero él tendrá que ser su padre y su madre mientras tanto y le pregunta si está dispuesto a asumir esa responsabilidad. Los ojos del  niño cuando asiente expresan una ternura arrebatadora que logra conmover a su padre, quien retiene sus sentimientos y sólo podemos vislumbrar lo que siente por un casi imperceptible gesto de relajación de su dureza habitual.


Otra hija suya también es castigada a llevar una cinta blanca por díscola, desobediente de la disciplina que su padre impone. La humillación que su padre le hace pasar delante de sus compañeros de clase, desata su ansia de venganza y la lleva a cabo matando al pájaro que su padre tenía en la jaula y lo deja en el escritorio donde escribía sus sermones. Cuando él lo descubre intuye inmediatamente quien ha sido, porque reconoce en su hija su propia dureza y queda impotente para reaccionar frente a este acto. No hay ningún castigo por esto, sólo un silencio encubridor. Es como si las dos caras del superyó pudieran plasmarse en esta sucesión de acontecimientos. El superyó no sólo protege al yo preservándolo del malestar posible del desorden de las pulsiones sino que también ordena gozar. Su padre imagina quien ha matado al pajarillo pero no reacciona castigando, sino con silencio, haciéndose eco del retorno de aquello que se quería proscribir y permitiéndolo.

Una niña del pueblo le confiesa al maestro con mucha angustia que ella tiene visiones premonitorias y que sabía antes de que sucediera lo que le pasaría al hijo del barón. Y ahora teme que le suceda algo terrible a otro niño discapacitado, hijo de una mujer que es el ama de llaves del médico y es la que se presta a relaciones sexuales con él. El maestro tranquiliza a la niña diciéndole que los sueños no siempre se cumplen, que sólo son sueños, pero cuando suceden los hechos que ella había vaticinado, el maestro denuncia a la policía lo que la niña le ha dicho. La policía cree que la niña miente y que sabía lo que los otros pensaban hacer por haberlo escuchado de los mismos niños. El maestro entonces comienza a atar cabos de los distintos delitos ocurridos en el pueblo. Empieza a relacionar la autoría de los accidentes con los niños. Se lo dice al pastor y éste reacciona inculpando al maestro de tener una mente perversa y amenazándolo con influir a las autoridades para dejarle sin su trabajo de maestro, pero no lo hace porque sabe que es posible que sea verdad que sus hijos sean los responsables de esos actos de sadismo. Con su inacción y su silencio, los defiende. Paradojas de una educación que insiste de manera excesiva en el logro de la virtud a expensas de la negación del placer pero que no puede escapar de la presión de las pulsiones, que a mayor represión de las mismas más desbordadas y salvajes se tornan. Por ejemplo, vemos al médico que cuando vuelve a su casa, mira a su hija de catorce años con mirada deseante, mientras desatiende a su otro hijo pequeño y repudia de manera cruel a una mujer que había sido quien satisfacía sus necesidades de sexo, a quien echa de su casa para que no le estorbe el incesto con su hija.

Como contrapunto, el único padre que no parece responder a esta rigidez es el de la joven a la que pretende el maestro. Cuando éste va a su casa a visitarla, el padre le dice que si quiere ser su novio y si ella también quiere, tendrá que permitir que la joven ingenua vaya a la ciudad a conocer otras gentes durante un año, para que ella pueda elegir y evitar de ese modo que su compromiso sea producto de su falta de oportunidades y de su ignorancia. Este contraste de actitudes muestra bastante bien la diferencia entre los hombres del pueblo – encerrados en su endogamia y falta de oportunidades- y el hombre de ciudad, más abierto a la diversidad. Las mujeres sin embargo, no deciden nada, sólo obedecen, excepto la mujer del barón que decide lo que quiere hacer con su vida. Por otra parte, no nos  deja indiferentes la enorme riqueza gestual y expresiva de todos los personajes que participan en la película, especialmente los niños, que son capaces de mostrar la mayor ternura y la mayor crueldad porque lo que se les intenta coartar es la sexualidad justamente en el momento de la pubertad y adolescencia. Cuestión imposible, tanto como gobernar y educar, como señalaba Freud, cuando están en juego las pulsiones. No habría que olvidar a propósito del clima asfixiante y opresivo de la educación que reciben estos niños que el hambre del superyó no tiene límites a la hora de exigir renuncias facilitando el retorno de lo reprimido a través de la crueldad. Pero lo más llamativo es cómo la fuerza de los ideales puede convertirse en un arma letal cuando éstos exigen el sacrificio en nombre del bien supremo, sea éste la virtud, el sentirse elegido por un ser superior, o la vida, como cuando el Dios del Antiguo Testamento exigía a Abraham el asesinato de su hijo como prueba de amor a Él, como sucede en el amor de las madres y padres que están orgullosos de los atentados suicidas de sus hijos por una causa, o como en el caso de esta película, cuando se castiga con excesiva dureza a los hijos por su bien. 
              
CLAUDIA TRUZZOLI
Presidenta de Sección Dones del Copc en el momento de publicación de este comentario en la Revista del Colegio Oficial de Psicólogos de Catalunya nº 223 de abril/mayo del 2010.

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