PACTO DE LA JERARQUÍA DE GÉNERO
EN LA IDENTIDAD MASCULINA
Las relaciones entre el psicoanálisis y la crítica feminista han sido casi
excluyentes en otras épocas pero han logrado encontrar puntos de confluencia
que permiten enriquecerse mutuamente. La manera de teorizar a las mujeres desde
el psicoanálisis clásico tiene una impronta marcadamente patriarcal que ha sido
puesto en duda por las vivencias genuinas de las mujeres, que gracias a las
críticas y aportes feministas, han logrado ser escuchadas sin el lastre
androcéntrico. Por otra parte, algunas teóricas feministas conocedoras de la
teoría psicoanalítica han podido desmembrar el cuerpo teórico psicoanalítico,
rescatando su potencial liberador si se puede revisar el efecto ideológico que
subyace a diferentes conceptos acerca de lo femenino e incluir una nueva
conceptualización y metodología que enriquezca la manera de escuchar los
malestares de los sujetos femeninos y masculinos. Según Rossi Braidotti, en Sujetos nómades, (Ed.
Paidós, 2000) el nuevo sujeto nómade feminista es una entidad política y
epistemológica que debe ser definida y afirmada por las mujeres en la
confrontación de sus múltiples diferencias de clase, raza, edad, estilo de vida
y preferencia sexual.
Las subjetividades de ambos sexos han cambiado y la forma de relacionarse
también, lo que evidencia el carácter contingente y no estructural de las
mismas. Esto significa que la anatomía no es el destino de la asunción de un
determinado género ni el destino final de la orientación sexual, idea freudiana clásica, sino en todo caso, como dice Braidotti, la historia es el destino. Una de las
preguntas fundamentales para escapar del esencialismo identitario es cómo juega la historicidad en la creación del género y tener en cuenta el ritmo lento del deseo inconsciente cuando queremos promover un cambio de perspectiva en relación a la manera de pensar las identidades y las nuevas formas de relación con el propio género y con el contrario. Porque es muy difícil cambiar las estructuras psíquicas
inconscientes mediante la voluntad. Las transformaciones en profundidad, o sea,
desde las emociones, son tan dolorosas como lentas. Si se quiere promover una
política efectiva que se implique en cuestiones que promuevan nuevas relaciones
con el propio género y con el otro, que sean más libres y paritarias, hay que
tener en cuenta estrategias que consideren que no es posible doblegar el deseo
por la voluntad, ni la voluntad conciente es suficiente para cambiar. Las
mujeres feministas que han tratado de tomar atajos hacia el inconsciente
obviando estas contradicciones y los tiempos lógicos que se necesita para
promover cambios, jugaron con fuego y de ese incendio resultaron unas cuantas
víctimas. Esto es especialmente pertinente cuando veamos los malestares
masculinos y sus reacciones violentas frente a la paridad, por ejemplo, las
mujeres asesinadas por sus compañeros justamente en momentos donde se
promulgaron leyes contra la violencia machista de una progresía sin igual. Tener
en cuenta los complejos procesos que se juegan cuando tocamos las
subjetividades es tener en cuenta el tiempo que necesitan las emociones para
cambiar, dado que si bien se nace con un sexo biológico determinado en la
mayoría de los casos, puesto que también existen muchos casos de
intersexualidad, la identificación al propio género así como la elección del
objeto erótico no está determinada por el sexo biológico sino por la historia
vital del individuo que responde a un deseo del Otro social que se vehicula a
través de los primeros cuidadores con los que entra en relación y más tarde con
los valores sociales en boga que jerarquizan los géneros.
Foucault, señalaba en La Voluntad de
saber, primera parte de Historia de
la sexualidad,(Ed, Siglo XXI, 2005)que la sexualidad no es sólo algo
natural sino el resultado cultural de intereses valorativos de una clase
dominante acerca del cuerpo femenino, su control de la procreación,
patologización del comportamiento sexual atípico, discursos que sirven para el
control social y que se trasmiten a través de varias disciplinas y medios de
comunicación dando fundamento a leyes que organizan la familia tradicional que
se funda sobre la premisa de la naturalidad de la heterosexualidad, que se
convierte así en la norma, ignorando que existen otras sexualidades posibles.
Tenemos experiencias muy recientes de que estas afirmaciones no son
especulaciones teóricas sino que levantan pasiones cuando se intenta escapar de
lo socialmente normativizado, como por ejemplo las nuevas familias, que han
movilizado a los obispos a las manifestaciones en su contra, las reformas a la
ley del aborto, la insistencia conservadora a través del cuerpo médico del
carácter enfermizo de la homosexualidad y su oferta de curaciones que no son
tales sino técnicas de reflejo condicionado que se implantan a través de
electroschoks Todas estas cuestiones nos hacen evidente que la sexualidad no es
un ámbito privado solamente sino un asunto político que intenta reglar el
ámbito privado. Sin ir más lejos y por poner un ejemplo de esto último, hay
estados en Estados Unidos que pueden condenar a prisión a dos homosexuales si
son sorprendidos haciendo una felación, aunque sea en la intimidad de sus
dormitorios. Que Clinton sea más recordado por su acto sexual con Levisnsky más
que por sus logros presidenciales, nos da la medida de hasta qué punto la moral
sexual conservadora campa por sus fueros.
Como psicoanalista interesada y advertida del entrecruzamiento de determinaciones
que afectan a la identidad sexuada y las relaciones entre los géneros
contrarios y el propio género, no puedo estar ajena a las críticas que se han
hecho al edificio teórico del psicoanálisis en lo que se refiere a cómo ha
concebido la sexualidad femenina, mostrando un carácter altamente androcéntrico
y patriarcal. El error freudiano en conceptualizar la pasividad como un rasgo
femenino y localizar su causa en los genitales femeninos que se imaginan
pasivos, es desconocer la determinación cultural que en la época de Freud
subordinaba a las mujeres fuera de los intereses de la cultura.
Si pensamos la subjetividad como una construcción social histórica, podemos
ver como señala Pierre Bordieu en La
dominación masculina, Ed. Anagrama,
2005) que
en las sociedades humanas la dominación masculina ha sido un hecho que ha
marcado el estatus dependiente de las mujeres en la cultura y la limitación de
su creatividad por lo menos hasta comienzos de este siglo, donde esta situación
femenina ha cambiado de un modo vertiginoso creando nuevas formas de relación
entre sexos y una reconsideración crítica de los estereotipos de género que
muestra su carácter contingente, no esencial. Por eso es imprescindible tener
esto claro porque si no se hace este trabajo crítico, se corre el riesgo de
perpetuar la relación de jerarquía masculina y de subordinación femenina más
agudamente que lo que nuestra cultura ya ofrece como marco identificatorio.
Conceptos tales como género, sexo y
sexualidad, orientación sexual, normalidad, femenino, masculino, resultarán
modificados en esta conjunción entre psicoanálisis y crítica feminista con la
ventaja de poder escuchar mejor el malestar de ambos sexos y su posible desmarcación
de los estereotipos invalidantes. Siempre habrá defensores a ultranza de la
ortodoxia psicoanalítica pero debo decir que no son los más creativos ni los
que le hacen más favor a la teoría, sino aquellos que están más sujetos al
discurso del Amo y que han contribuido de esa manera a patologizar ciertas
maneras de hacer femeninas, experiencias, fantasías, como formas de mantener la
subordinación de las mujeres y han contribuido también a silenciar o
patologizar experiencias masculinas atípicas sin considerar sintomática la
manera como se construye la masculinidad tradicional. Es curioso por ejemplo,
que en casos de maltrato o violencia machista, el psicoanálisis se haya
interesado más en preguntarse porqué las mujeres víctimas de maltrato lo
soportan –invocando un supuesto masoquismo- y no haya mostrado el mismo interés
hacia el maltratador –invocando un sadismo masculino-. Sin embargo esto es
absolutamente coherente desde el psicoanálisis clásico, puesto que siempre ha
tenido una especie de temor reverencial a cuestionar la hegemonía masculina con
el objetivo de mantener el lugar del patriarca y el sitio que se le asignaba
sin crítica para la constitución de la propia subjetividad, normativa y
heterosexual. Mucha agua ha pasado bajo
el puente y hoy tenemos una responsabilidad ética de revisar los postulados
teóricos que nos distorsionan nuestra manera de entender el sufrimiento de la
gente que viene a consultarnos y que nos coloca en posición de generar
iatrogenia agregada si no estamos advertidos. Para ello es interesante cambiar
el modelo intrasubjetivo propio del psicoanálisis clásico al modelo
intersubjetivo que busca las causas en la relación que establecen las personas
entre sí y no sólo dentro de cada una.
Cambiar la forma de concebir los
fenómenos acarrea consecuencias prácticas importantes. Por ejemplo, la dominación
es un intento de anular la subjetividad del otro a quien se lo intenta llevar a
una posición se sometimiento. Si bien la aspiración al dominio es algo
universal, es más frecuente que los varones la desarrollen sin máscaras y las
mujeres más que anular al otro se anulen a sí mismas y satisfagan su aspiración
al dominio mediante la identificación con un Amo poderoso idealizado al cual se
someten. Este sesgo de género no es natural, es cultural y hoy las mujeres que
se autorizan a sí mismas a tener poder ya no actúan de la misma forma con los
hombres, se muestran más libres en su acceso al poder, lo que descoloca por
otra parte a los hombres que ven mermada su jerarquía y puede provocar en ellos
reacciones variadas que van desde la perplejidad y el desconcierto hasta
acciones desesperadas para llenar el vacío identificatorio por pérdida de los
valores que definían las masculinidad y los sostenían hasta ese momento.
También las mujeres exitosas presentan a veces lo que la psicoanalista Irene Meler llama angustias de desgenerización, aplicables a ambos
sexos, que consiste en la duda acerca de
su pertenencia al propio género por trasgredir las normativas que lo han
determinado históricamente. Una manera de escuchar esas angustias desde una
perspectiva de género es apoyar a esas mujeres a superar esas culpas mientras
que en un análisis tradicional ortodoxo, se las reconocía pero como algo
natural que forzaba a las mujeres a intentar adaptarse a los estereotipos. Las
consecuencias prácticas de entender esta cuestión son muy diferentes en un caso
promueven la des-sujeción a los estereotipos, promocionando la autonomía y
ampliando los márgenes de libertad de acción, disminuyendo la presión
superyoica y autorizando, lo que el feminismo ha llamado empoderamiento. En
cambio, considerar que esas insubordinaciones
a las normativas de género son un efecto de un déficit en la aceptación del
propio género, sólo lleva a reforzar las inhibiciones y a considerar cualquier
insubordinación como una transgresión, generando parálisis de la acción y un
aumento de la culpa.
Otras cuestiones como por ejemplo la caracterización de narcisistas que
Freud atribuyó a las mujeres y por esa razón las consideró incapaces de amar a
nadie excepto a sí mismas, y a los hombres como los que son capaces de amar
verdaderamente por la alta idealización que hacen de las mujeres, es evidente
que hay aquí un prejuicio misógino que impide entender el carácter incluso
sacrificial que tienen ciertas mujeres cuando se entregan a otro y el grado de
renuncia que hacen por sus hijos. La bella indiferencia que se atribuyó a las
mujeres se puede considerar más como una
inhibición erótica producto de la doble moral sexual y al tratamiento
jerárquico que la cultura otorga a la masculinidad que dificulta la paridad,
más que atribuir la indiferencia a la autosuficiencia femenina. Además si fuera
cierto que los hombres son tan capaces de amar e idealizaran tanto a las
mujeres no se entendería como son tan proclives a la infidelidad sin compromiso
emocional. Con respecto al narcisismo, también se lo atribuyó a las parejas
homosexuales sin más, obviándolo en otras elecciones más del tipo de apoyo,
como la búsqueda del hombre protector o de la mujer cuidadora, cuando es
evidente que en estas relaciones también está presente el narcisismo. Y en
cambio, no se ha tenido en cuenta que en las parejas homosexuales también se ama
al otro y se lo puede percibir en su diferencia. Reducir la diferencia a una
cuestión sexual es un prejuicio ideológico muy nefasto que lleva a sostener que un homosexual sólo puede relacionarse con
quien considera sólo un espejo de sí mismo, lo cual no es cierto. La diferencia
anatómica en las relaciones heterosexuales no es garantía de que no se
establezcan relaciones especulares. Ni al revés, no está fundamentado que las
parejas homosexuales no puedan reconocer la alteridad entre ellos.
En cuanto a la consideración freudiana de que el superyó femenino es más
débil y por tanto no es capaz de producción cultural, está desmentido por la
clínica que muestra que el superyó femenino es más devastador y en cuanto a la
producción cultural, en este momento está más en manos de mujeres que de
hombres según prueban las estadísticas, así como también en la formación en
carreras universitarias tienen un mayor porcentaje femenino y mejores
calificaciones las mujeres. Todo esto muestra hasta qué punto la descripción
freudiana del amor con unos y otras, con otras y otras y con otros y otros,
muestra prejuicios misóginos y homófobos.
Pasemos a revisar otras cuestiones prácticas. Ya analicé en la ponencia
anterior acerca del Impacto de la jerarquía de género en el erotismo femenino, (Claudia Truzzoli, Revista
del Seminario Interdisciplinar de Estudios
de las Mujeres, Universidad de León, 2007). Hoy trataré de analizar el mismo impacto jerárquico en el
erotismo masculino porque aunque sea un problema de hombres salpica de manera
trágica a muchas mujeres como lo prueban los asesinatos cada vez más frecuentes. Hasta hace muy poco
tiempo la masculinidad nunca se ha planteado a sí misma como objeto de análisis
ni como problemática. Daba la impresión que en el discurso social, era algo
natural, la que se planteaba como objeto de estudio y dificultades era la
feminidad lo cual ha impedido visibilizar cómo el género sesga los análisis y
silencia las dificultades de unos e hipertrofia las dificultades de otros. Las
características estereotipadas que definen la masculinidad en nuestra cultura
tales como ser racional, duro, control de las emociones, ecuanimidad,
autosuficiencia, fuerza, valentía, coraje, agresividad, impaciencia, poca
tolerancia a la frustración, violencia, etc. excluyen otras características
tales como sensibilidad, ternura, comprensión, paciencia, emotividad,
dependencia, dulzura, receptividad, fragilidad, temor, entrega, que se
adjudican a las mujeres con el agravante que esas cualidades están buscadas en
ellas pero minusvaloradas para ellos. Esta diferencia jerárquica hace que los
varones no puedan aceptar en sí mismos ninguna de estas características por
considerarlas femeninas con todas las consecuencias nefastas que acarrea para
su vida propia y de relación. Dejar fuera de sí actitudes y rasgos que en rigor
están presentes en mayor o menor medida dentro de cada uno de nosotros, sea cual
sea el género en el que nos sentimos más representados, implica una pérdida de
riqueza en el mejor de los casos y en el peor, conductas que pueden atentar
gravemente contra la propia salud o la de los otros.
¿Qué es lo silenciado, negado y proyectado fuera de sí en los hombres que
hacen de la masculinidad un mito insostenible por querer probarse ante sí y
ante los pares que dan la talla? El sufrimiento masculino frente a la
insuficiencia se manifiesta de varias formas pero no es reconocible como
sufrimiento. Un ejemplo de ello lo prueba el hecho de que los hombres rara vez
entran dentro del sistema sanitario por depresión, porque el Manual de
Diagnóstico que se utiliza casi universalmente que es el DSM-IV, cuando
describe la depresión, lo hace con estas características: tristeza y llanto,
pérdida de placer, energía e intereses, cambios de peso o ritmos de sueño,
inhibición, sentimientos de inutilidad o culpa, disminución de la concentración
o pensamientos de muerte. Esta definición le cuadra muy bien a una mujer
deprimida pero no permite reconocer a un hombre deprimido, lo cual quiere decir
que está sesgada genéricamente por proponer la forma en que se presenta la
depresión en las mujeres como la forma universal y única en que se presenta
para ambos sexos. Resultado de ello es que la depresión en los hombres queda
invisibilizada porque en ellos la tristeza por ejemplo, no suele ser reconocida
como tal sino como ira o furia, el llanto es poco frecuente porque las
normativas de género lo prohíben en los varones, la pérdida de placer, energía
o intereses se adjudican al estrés o la ansiedad, los sentimientos de
inutilidad o culpa no son reconocidos como tales, dando lugar muchas veces a la
disociación y proyección de ese malestar en sus relaciones más íntimas con toda
la violencia agregada, muchos casos de asesinatos o malos tratos de los
compañeros sentimentales de las mujeres tienen su origen en esta cuestión.
Otras veces el sentimiento de impotencia frente a la pérdida ya sea de trabajo,
de estatus, de pareja, da lugar a conductas sobrecompensatorias como conductas
de riesgo que se adoptan para demostrar/se potencia, temeridad, coraje, a
veces, intentos simulados de suicidio, o asesinatos cuando la desesperación
frente a la pérdida de referencia frente a las normativas de género, que en el
caso de los hombres implica una pérdida del poder tradicional que siempre han
gozado de cara a las mujeres, unida al abandono de sus mujeres, es un cóctel
explosivo que deja al descubierto otro aspecto silenciado de la masculinidad
mítica: la extrema dependencia que no es reconocida como tal excepto cuando
falta la compañera que lo sostiene.
El malestar que se ahoga con alcohol, la negación de las emociones, el
imperativo de ser proveedor, el empuje incuestionado al éxito a toda costa,
suelen generar muchos infartos, úlceras, irritabilidad cronificada, maltrato,
violencia, disociación y proyección del malestar insoportable en la acompañante
más íntima, conducciones temerarias, que hacen muy difícil la convivencia con
las personas que los acompañan. Las mujeres suelen ser depositarias de todos
estos malestares masculinos que por sobrecarga terminan deprimiéndose y
soportando una maleta que no les corresponde con un peso añadido, dado que son
consideradas las enfermas, las frágiles, cuando en realidad son las que
soportan y pueden hablar de lo que les pasa cuando están en un marco adecuado
que les escuche. Pero cuando no lo están, en el sistema sanitario público por
ejemplo, suelen ser estigmatizadas y los profesionales que las atienden si no
tienen una visión clara de género perpetuarán un sufrimiento sin resolverlo por
tener una mirada errónea acerca de quien y qué lo promueve y esto no ayuda ni a
varones ni a mujeres. Muchas mujeres que consultan expresan su deseo de que su
marido sea atendido porque perciben que una parte importante de su sufrimiento
es inducido por la convivencia con el hombre con el que no logran hacerlo
hablar de su malestar. Es curioso cómo para un hombre hablar de que algo va mal
en él, es traicionar cierto mandato de género si se trata de sentimientos de
impotencia, de tristeza, de angustia, siente que eso lo feminiza. Si las
mujeres quieren hacerlos salir de su mutismo, en el que suelen encerrarse, se
irritan más aún, se sienten acosados o bien, están los que se disocian y
proyectan su malestar en sus mujeres culpándolas de ello. Frases tales como “mi
vida contigo es un infierno”, “no te necesito para nada”, “qué feliz sería sin
ti”, son frases que denotan una defensa maníaca frente a la dependencia no reconocida,
a la manera del tango que dice “araca, cantemos victoria, estoy en la gloria,
se fue mi mujer”. Cuando hoy vemos que hacen muchos de ellos cuando realmente
se va su mujer o les anuncia su deseo de separarse. No nos lo pueden contar las
mujeres muertas por su actual compañero o su ex. En estos casos, el rencor por
ser abandonados promueve una venganza feroz que no sólo hace víctima real a la
mujer que lo abandona sino a sus propios hijos quienes son maltratados o
asesinados.
La psicóloga Victoria Sau en su
artículo, De la facultad de ver al derecho
de mirar, (publicado en Nuevas masculinidades), cita a dos sociólogos,
autores de una investigación sobre la virilidad, (George Falconnet y Nadine Lefaucheur), quienes concluyen que la
virilidad es un plus agregado a la masculinidad, que no se nace con él, sino
que se gana con el tiempo y que puede llegar a convertirse en un “mito terrorista por una presión social
constante que empuja a los hombres a dar prueba sin cesar de una virilidad de
la que no pueden nunca estar seguros: toda vida de hombre está colocada bajo el
signo de una puja permanente.” La hombría se construye además como una enorme
defensa frente a la homosexualidad, posibilidad erótica de la que los hombres
más machos se sienten más amenazados, de ahí el carácter homofóbico o
transfóbico tan presente en los hombres de estas características. Esta cuestión
unida a la misoginia, tan presente en quienes quieren erradicar de sí todo
aspecto considerado femenino, nos da como resultado que no hay demasiada
diferencia entre un homosexual misógino y un hipermacho que alardea de su
virilidad. Lo que une a ambos es el rechazo de lo femenino, que según sea la
intensidad que presenta puede no solamente negar y proyectar lo femenino fuera
de sí sino incluso llevar al rechazo de la mujer como elección erótica.
Otro texto citado por la psicóloga Victoria
Sau, en Psicopatología diferencial de los sexos inserto en el mismo artículo mencionado más arriba, cita a Lebovici, un psiquiatra francés y a una
psiquiatra francesa, Colette Chilland
quienes exponen “ el análisis realizado sobre más de siete mil expedientes
infantiles examinados en el Centro de Salud Mental Alfred Binet durante quince
años (del ’62 al ’77) donde se aprecia una sobrerrepresentación masculina, casi
dos tercios del total, en trastornos relacionales y de conducta, reacciones
neuróticas e inadaptación a la vida cotidiana. Sin llegar a la gravedad de la
psicosis ni a requerir hospitalización, los síntomas son tan invalidantes que
interfieren en los resultados escolares negativamente. Las niñas en cambio
obtienen mejores calificaciones. Este hecho coincide con estudios realizados en
otros países. Los autores opinan que se trata de una fragilidad psicobiológica
en los niños a la que se añade una interacción entre las exigencias culturales
relacionadas con la adquisición del mito de la virilidad, el imperativo de
hacerse un hombre por medio de una identidad que se trata de fundar en no ser
como una mujer y el equipo psicobiológico que jugaría en su contra. Todo esto
tiene su coste.”
La misma idea se podría aplicar a porqué las niñas después de haberse
mostrado tan brillantes en la infancia, retroceden y presentan dificultades cuando
se hacen mayores, hecho que se puede atribuir al imperativo de los mandatos de
género que las coloca en un lugar subordinado y sumiso. Virginia Wolf, en Un cuarto propio (Ed. Horas y horas, 2003), señalaba que durante todos estos siglos las mujeres han sido espejos dotados del
mágico y delicioso poder de reflejar una silueta del hombre de tamaño doble
del natural. Super-hadas que poseen un poder mágico para agrandar el ego
masculino y empequeñecerse en silencio. También existen otras super-hadas –las
que llamamos superadas- que son las mujeres que pueden trasgredir los mandatos
de género tradicionales, no sin luchas interiores y un trabajo personal que les
permita des-sujetarse de sus estereotipos y convertirse en verdaderos sujetos
de deseo.
Insisto en la importancia de tener en cuenta el rasgo de género en el
tratamiento clínico o terapéutico. Les pondré otro ejemplo. Asistí a unas
jornadas sobre trastorno límite de la personalidad, nombre que se aplica ahora
a lo que antes llamábamos personalidades borderline o fronterizas entre la
neurosis y la psicosis. Resulta que dicen que este trastorno afecta sólo a las
mujeres y de hecho en las jornadas sólo se hablaba de ellas. ¿Es que los
hombres no padecen trastornos límites de personalidad? ¿O es que el prejuicio
es tal que no se lo reconoce en ellos cuando se presenta? En las mismas
jornadas se presentaron fotos de mujeres que expresaban diferentes afectos y
emociones: ira, temor, desconfianza, asco, alegría, tristeza, que se utilizaban
como un test para ver si se reconocían esas emociones al serles presentadas a
las mujeres con trastorno límite de personalidad. Todas las fotos que mostraban emociones
diversas eran de mujeres. La única foto que presentaba una expresión neutra era
de un hombre. Esto evidentemente no es casual, sino un resultado ideológico que
tiende a reforzar una cualidad genérica masculina donde lo racional y control
de las emociones es patrimonio de los hombres. Aunque eso parece contradecir
los hallazgos antes citados en el estudio que se realizó en Francia con niños
varones en cuanto a sus trastornos relacionales, inadaptación a la vida
cotidiana, lo que incluye intolerancia a la frustración, reacciones neuróticas,
creando todo ese conjunto síntomas invalidantes. Los hombres padecen trastornos
bipolares, y lo hoy se llama bipolaridad antes se llamaba psicosis
maníaco-depresiva. El trastorno borderline es un cuadro fronterizo entre la
neurosis y la psicosis. La psicosis es más grave. Si pensamos en términos de
género, y creemos que el trastorno límite de la personalidad es femenino y la
bipolaridad es masculina, tenemos que concluir que los hombres cuando enferman
lo hacen con una gravedad mayor que las mujeres. El trabajo antes citado de
Vicrotia Sau parece aseverar lo mismo.
Los hombres más víctimas de los mandatos de género reaccionan muy mal
frente a la frustración y la ira suele ser su manifestación más espontánea,
amén de ser la antesala del dolor y el telón que encubre el pánico del
abandono. Podemos preguntarnos si todos aquellos hombres que asesinan a sus
mujeres y luego intentan suicidarse no son aquellos que quedan excluidos del
diagnóstico de borderline o trastornos límites de personalidad. Desde el
momento que la subjetividad masculina hegemónica, considera que es superior que
la subjetividad femenina, los hombres se creen con mayor derecho que las
mujeres a la libertad, a las oportunidades de crecer profesionalmente, de
esperar correspondencia y apoyo por parte de las mujeres y ser bien tratados,
lo cual ubica a sus mujeres en un papel complementario. Ser agresivo y duro es
una normativa de género para esta masculinidad que da como resultado, como bien
señala Luis Bonino, especialista en
masculinidades y tratamiento de grupos de hombres, en su obra (Varones,
género y salud mental: desconstruyendo la “normalidad” masculina, también
publicado en Nuevas masculinidades, compilación de textos de Marta Segarra y
Angels Carabí (eds., ) dice la
constitución de una subjetividad hiperreactiva, conformada por un yo centrado
en sí mismo y en sus logros, un Yo-Ideal de perfección elevada y grandiosa, un
sistema de ideales centrados en el control de sí y de otros, una erotización de
la agresividad, predominio del deseo de dominio, tendencia a la acción como
respuesta a un conflicto, vinculación
desconfiada y poco empática, renuncia a las motivaciones de apego y un vínculo
con las mujeres como objetos de mirada, deseo o utilización.”
El no cumplimiento de estas normativas de género cuyo resultado es la
constitución de una subjetividad muy rígida e hipercrítica coloca a estos hombres
en una situación imposible porque nunca se pueden cumplir del todo esas
normativas genéricas. ¿Dónde está el límite que permita descansar a un hombre
si quiere probar que lo es cuando se lo desafía? Siempre hay un más allá que
cree que podría alcanzar. Por otra parte si transgrede esas normativas e
intenta ser diferente, más acorde con lo que espontáneamente siente, eso le
provoca como mínimo ansiedad porque no deja de estar sometido a la crítica
superyoica de las normativas de género lo que resulta en un vacío de sostén
identificatorio alternativo que le angustia. Esta masculinidad se rige por la
lógica del todo o nada, según Luis Bonino. Si algo no es masculino en él, nada
lo es. Por esta cuestión son víctimas de
una hiperreacción para demostrar virilidad: despliegues de fuerza, riesgo,
agresividad, exceso en consumo de alcohol y drogas, hipersexuación, hiperautosuficiencia,
promiscuidad, no respetar reglas, conflictos con la autoridad, que si bien son
síntomas adolescentes también se dan en varones en crisis vitales como pérdida
del trabajo o de la pareja, heridas narcisistas a las que pueden responder con
una sintomatología ansioso-depresiva o con una hiperreactividad.
También hay que tener en cuenta lo que Bonino califica de patologías de la perplejidad que surgen de
la puesta en cuestión de los mitos de la masculinidad que afectan a las
masculinidades transicionales creando desconcierto, perplejidad, conflictos
intersubjetivos con los nuevos roles deseados y temidos. Por ejemplo,
dificultades para conciliar vida laboral y familiar, vergüenza a mostrar
cambios y el reacomodo a nuevos roles que le restringen poder habitual sin que
eso lleve acompañado un cuestionamiento de sí mismo. Esta pérdida de sostén identificatorio puede llevar también a conductas
reactivas como abusos de poder, maltratos, deseos de hacer mal (sadismo) sobre
el cuerpo, el psiquismo, las posesiones, la libertad de mujeres o de otros
varones. El bulling, las novatadas, el ataque a homosexuales o transexuales, la
irresponsabilidad anticonceptiva o de crianza y la delegación injusta de la
carga de responsabilidad en la mujer.
Si alguien se sintiera tentado de explicar las patologías de la
masculinidad, por las hormonas masculinas se les puede responder que si eso
fuese cierto éstas deben de tener un gran poder de selección a la hora de
actuar en el comportamiento masculino porque los hombres saben muy bien cómo
contener su agresividad cuando les conviene, o sea, frente a sus superiores
jerárquicos o de quienes dependen para lograr sus metas. O bien las
testosterona es muy inteligente o bien habrá que pensar en causas menos
simplistas. Como señala el psicoanalista Oscar
Strada, en su trabajo Furia y odio masculino, (Diálogos nº 62, marzo 2005), “el hombre hasta el siglo XX asumió alegremente
el papel de garante del orden simbólico como padre soberano y perpetuador de la
ley de consanguinidad y de filiación entorno al poder. Los análisis biológicos
modernos permiten separar el genitor del padre social garante del orden
familiar, la fecundación in vitro escinde al hombre real de una función
simbólica.” Recuerdo a propósito de estas formulaciones a una
joven que formó parte de una investigación que realicé con hijos e hijas de
familias monoparentales y homoparentales, que decía que su padre para ella sólo
era un conjunto de esperma al que nunca llegó a conocer ni saber quién era por
decisión materna, o sea, que en este caso, su madre le privó del saber la
identidad de su padre, doloroso cuando no se trata de un donante anónimo. Ella
piensa que cuando quiera tener hijos los tendrá con un amigo que realmente
quiera tener un hijo, para asegurarse que no lo abandonará, seguridad que ella
cree que no tendría si lo tuviera con un amante, porque de los amantes ella no
se puede fiar. Hoy día los hijos se pueden criar en otras familias, con otros
padres, con otras madres que pueden adoptar una función paterna, incluso por
ley pueden ahora adoptar el patronímico
materno en lugar del paterno. Todos estos cambios que además se han
desarrollado con una velocidad vertiginosa, cambios según Oscar Strada, que implican
una pérdida de lugar simbólico, pueden generar en el hombre sujeto a esquemas tradicionales una angustia
que lo puede conducir al asesinato y/o
al suicidio, como lo muestran cada vez más los casos de violencia de
género con lo cual el desafío contemporáneo para un hombre es reconocer a su
mujer como una igual, no como el reflejo de su propio fulgor imaginario, que su
destino es creer en ella y colaborar desde la paridad o su destino será el eclipse.
Una observación sobre transexualidades, intersexualidades y
transgenerismos. Si bien nada hay más falso que el binarismo genérico que
pretende una pureza extrema, que implica una disociación de rasgos humanos y
priva a los dos géneros de los atributos que se le adjudican al otro. Binarismo
frente al que se rebelan y con razón los movimientos de intersexuales, quienes
con su excepcionalidad biológica, ponen en evidencia más que ningún otro, el carácter complejo de
las determinaciones de la identidad genérica al desvincularlo de la pura
biología, crítica que también hacen los transgéneros. Una antropóloga
transgénero, Norma Mejía, en una
etnografía extrema que publica en su en su libro (Transgenerismos, una experiencia transexual desde la
perspectiva antropológica. (Ed. Bellaterra, 2006) hace una observación interesante
cuando afirma que en realidad no existe la transexualidad, sino el
transgenerismo, puesto que los genitales que se operan para simular el otro
sexo, no cambian los cromosomas ni tampoco serán nunca iguales al sexo
biológico natural. Yo agregaría que los llamados transexuales sostienen una
paradoja interesante porque por una parte rompen la elección obligada de género
de acuerdo al sexo anatómico, o sea, ser un hombre biológico no implica estar
identificado con el género hombre, o ser una mujer biológica tampoco implica
estar identificada con el género mujer. Pero por otra parte cuando hablan de la
certeza de ser una mujer, en el caso de los transexuales biológicamente
hombres, o ser un hombre en las biológicamente mujeres, nos muestran una
concepción totalmente esencialista del género. Ningún sujeto está tan seguro de
qué significa ser hombre o ser mujer como un/a transexual que puede llegar al
extremo de operarse para adecuar su apariencia al género al que se siente
pertenecer. De todas maneras hablaré con más profundidad de estas cuestiones y
las nuevas familias en la próxima conferencia de noviembre y me gustaría
terminar con una cita de Antonio Machado
que decía que ser libre no es tanto decir lo que se piensa sino poder pensar lo que
se dice.
CLAUDIA TRUZZOLI
Ponencia realizada en el CCD
(Centro de Cultura de Dones Francesca Bonnemaison) el 15 de octubre de 2008.
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