La historia de esta película transcurre en la Sudáfrica posterior al
apartheid. Su riqueza consiste específicamente en la diversidad de registros en
que puede ser leída. Desde el punto de vista sociológico es una historia de
poder que refleja las profundas huellas del intercambio entre una cultura
nativa y la cultura occidental del colonizador cuya resultante es un país
plagado de violencia. No olvidemos que la finalidad del apartheid era proteger
a los afrikáner de la mezcla racial,
asegurarles el poder y tener mano de obra barata con los negros a los que se
les coartaba aún más la libertad obligándolos a llevar un documento por la Ley de Pase que les permitía
controlarlos más aún. La dialéctica hegeliana del amo y del esclavo se hace
presente en esta historia donde los abusos tanto del lado del amo como del
esclavo, cuando deja de serlo, se muestran de una manera estremecedora. El
personaje principal alrededor del cual gira el grueso de la historia de esta
película es un profesor universitario –blanco-, llamado David Lurie, personaje
que interpreta John Malkovich, divorciado de una mujer holandesa que vive en su
propio país y con quien ha tenido una hija con la que casi no se relaciona. Él
enseña Poesía Romántica en una universidad sudafricana, es un enamorado de Lord
Byron como se puede deducir por la atención que le presta en sus clases a ese
escritor y por su propia biblioteca que contiene varias obras del mismo. No es
casual su predilección literaria, la obra de Byron si bien es desigual, tiene
un arrebato pasional que unido a la capacidad trasgresora de su propia vida lo
convierte en un héroe romántico con un poder de seducción que se extiende más
allá de sus contemporáneos. Un autor a la medida para que se identificara con
él el propio profesor que se declara a sí mismo un demonio por la indomable
fuerza de sus pulsiones. Ejemplo de ello es la frecuencia con que solicita los
favores regulares y frecuentes de una prostituta malaya de alto standing y dada
su privilegiada situación, abusa de su poder con una alumna suya mestiza quien
no se atreve a negarse a su acoso seguramente para asegurarse las calificaciones
de sus exámenes, pero es evidente que la situación es muy violenta para ella.
Esta joven tiene un novio –negro- que cuando se entera de lo que ha sucedido denuncia
a este profesor, primero en sus propias clases haciendo ironías que lo ponen en
evidencia y bajo sospecha frente a los otros alumnos. Además el padre de la
joven también lo acusa de lo sucedido públicamente en un pasillo de la
universidad atestado de alumnos en ese momento. Toda esta situación desemboca
en un juicio por parte de un tribunal
universitario, juicio que por la forma inquisitorial en que se desarrolla
resulta bastante humillante. Este profesor se niega a prestarse a esa
humillación, acepta los cargos y se ve obligado a dimitir.
En estas circunstancias decide ir a ver a su hija Lucy Lurie, personaje que
interpreta con una gran fuerza dramática Jessica Haines, quien vive en una casa
perdida en un paisaje muy salvaje y solitario de Sudáfrica. Cuando llega a
verla, David se sorprende de que ella viva sola allí sin la compañía de su compañera
sentimental. Lucy le dice que hacía años que se habían separado. Que su padre
no tuviera noticias de ese hecho pone en
evidencia la escasa relación que existía entre ambos. David comienza a
preocuparse entonces por la seguridad de su hija, quien sólo está acompañada
por Petrus, un hombre negro que le ayuda en las tareas de la granja, lo
suficientemente mayor como para ser su padre, que además tiene ciertas
familiaridades en la casa, propias de quien se considera dueño o arrendantario, pero totalmente extrañas en
Sudáfrica por parte de un hombre negro que asiste a una joven afrikáner, así llamadas las personas descendientes
de los primeros colonos holandeses de África. Sin embargo, si nos situamos en
un contexto histórico de cómo ha sido esa colonización, entenderíamos la
conducta de Petrus, ese hombre negro con aires de propietario. Los holandeses
habían luchado ferozmente contra las tribus negras, provocando muchas muertes,
para desposeerlas de sus tierras logrando hacerse con ellas, mediante una ley
que se llamó “Acta de Tierras para Nativos” que data de 1913, por la cual el
87% de la tierra africana quedaba reservada a los blancos. Una expoliación que
despojó a millones de negros de sus hogares y granjas unido a la convicción holandesa de ser un
pueblo “escogido” con derecho a civilizar a un pueblo “bárbaro”. Pero este
hecho colocó a los blancos en una situación de temor dado el número muchísimo
mayor de población negra, gran parte de la cual generó una resistencia que se
incrementó a partir de los años ´60, con enfrentamientos violentos en
Johannesburgo por protestas contra la
Ley de Pase en la que murieron muchos negros y el gobierno
declaró el estado de emergencia, ilegalizando al Congreso Nacional Africano y
obligando al exilio a todos los líderes de izquierda o a la cárcel, como a
Nelson Mandela. La radicalización fue en
aumento y en el ´76 en Soweto hubo otra manifestación
aplastada de manera sangrienta hasta que en los ´80 Sudáfrica estaba en una
guerra civil. Las injustas atrocidades del gobierno aumentaron el aislamiento
de Sudáfrica a nivel mundial, comenzó a sufrir su economía por la retirada de
inversiones y las sanciones al petróleo. Todo esto provocó en el ´94 la caída
del gobierno y el fin del apartheid. Pero no el fin de las secuelas
psicológicas que éste había dejado en las relaciones interraciales.
Hay una escena terrible de un asalto por parte de tres jóvenes negros que
matan a los animales que Lucy posee en su granja, le roban el coche David, lo
encierran en un baño y casi le matan rociándolo con gasolina y prendiéndole
fuego. A Lucy la violan los tres. Su padre denuncia el robo y quiere que su hija denuncie la violación.
Ella se niega y su padre se entera de que no es la primera vez que la violan. Y
aquí es donde aparece una interesante observación de ella cuando explica los
motivos por los que no los denuncia a la policía. Ella parece creer que ellos
están en su derecho, como si el haber sido expoliados por los blancos,
sintieran que tienen derecho a recuperar lo que es suyo, con lo cual no lo
sienten como un robo, y también a vengarse de las humillaciones que han sufrido
por la historia del apartheid. Lo interesante de la negación de la joven
violada a defenderse, a denunciarlos, que se expone constantemente al peligro
de volver a sufrir la misma situación, con riesgo incluso de su propia vida, es
la pregunta sobre sus motivos para poner en juego hasta su propia
supervivencia. No está ajeno a ellos el hecho de ser una blanca afrikaner, hija de madre holandesa,
significante que la ubica del lado de los expoliadores, hecho que le hace
sentir culpa, que expía dejándose violar y desposeer. Una encrucijada sintomática
que por un lado le hace pagar el precio de una culpa que no es suya sino
heredada por su origen y el trauma consiguiente a los sucesos violentos que la
dejan poco menos que paralizada y llena de angustia porque ella se identifica
con los carenciados, con los que Franz Fanon describió tan claramente en su
obra, Los condenados de la tierra. La
violación sucede mientras su padre está
encerrado en el baño luchando por no morir quemado, por lo cual no ha podido
defenderla. Esto refuerza en su hija su primitivo sentimiento de abandono y hace más tensa aún la relación con su
padre, relación que se impregna de una atmósfera de reproche no dicho, de
soledad de hija malquerida, de rencor no disimulado.
Hay que tener en cuenta
que la violación en África es un hecho culturalmente arraigado con el concepto
de lo que significa actuar como un hombre. Es sinónimo de virilidad y
considerado como un verdadero derecho por los hombres. Hay historias reales de
muchachos africanos que se han visto forzados bajo la presión cultural de su
medio social a efectuarla bajo amenaza de burla o dudas sobre su virilidad si
no lo hacían y luego han vivido años atenazados por la culpa. A veces la misma
culpa los lleva años después a solicitar ser perdonados por la mujer violada.
Es llamativo que David también tenga que verse impelido interiormente a pedir
perdón al padre de su alumna por haber abusado de ella y se presenta en su casa
para ello, arrodillándose delante de toda la familia. Un acto de pedido de
clemencia, sorprendente en un personaje al que su orgullo le empuja a no
aceptar ser humillado, -por ejemplo en el juicio de la universidad-, y que a la
vez se define a sí mismo como un demonio por la fuerza de sus pulsiones. Pero
existe una razón poderosa que lo explica: lo que le ha sucedido a Lucy. David
es testigo del atroz sufrimiento de su hija después de la violación, y además
hay una conversación que ella tiene con su padre cuando éste intenta
convencerla de que denuncie a quienes la violaron. Ella se niega, le recuerda
que ellos se sienten en su derecho y le dice que él como hombre debería saberlo. Esto toca en lo más
vivo a David, puesto que su hija le hace sentir que desde los sentimientos sólo
hay diferencia de grado entre un violador bárbaro y un abusador refinado que
lee a Byron, que lo que une a ambos es el goce del poder a través de la
sumisión forzada de las mujeres en el primer caso y cierto desprecio hacia las
mujeres a las que sólo ve como objetos de goce en el segundo caso. En ambos
casos las mujeres sólo son objetos para el goce masculino. La matriz relacional
de amo y esclavo se inmiscuye hasta en la cama en estos casos, porque un amo necesita
ver el reconocimiento de su lugar por el esclavo para sentir su propio poder. Sea
ese anhelo de poder producto de una venganza racial o sea una dependencia a las
propias pulsiones, en este caso, las víctimas son las mismas.
Más adelante, de forma casual, en una fiesta David reconoce a uno de los
asaltantes y violadores de su hija, lo increpa en público, lo amenaza con
denunciarlo. El muchacho lo niega y logra escapar. Pero resulta ser un sobrino
de Petrus, quien sacará un beneficio directo de este hecho. No denuncia a su
sobrino, sino que hace un trato con Lucy, se ofrece a casarse con ella para
protegerla a cambio de que ella le ceda la tierra, excepto la casa donde vive.
Al parecer, a falta de una justicia social, los hombres de todas las épocas, se
han ingeniado más que para hacer justicia, para hacer una reversión del lugar
del amo expoliador, lugar ocupado luego por el esclavo vengativo. Para las
mujeres en cambio, no sólo no ha habido reparación, sino que han resultado ser
en demasiadas ocasiones de guerras entre hombres, el codiciado trofeo del
vencedor para humillar aún más a los vencidos.
CLAUDIA TRUZZOLI
Presidenta Sección Dones del COPC en el momento de publicación de este
comentario en la Revista
del Colegio Oficial de psicólogos de Catalunya nº 220 de octubre/noviembre del
2009.
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