Esta película argentina, cuya directora es la hija de Luis Puenzo –director
de La historia oficial- es entre otras
cosas, una denuncia de la corrupción del sistema penitenciario de menores que
proporciona a la policía jovencitas para una noche de orgías y las devuelve por
la mañana temprano a la cárcel. Las que se prestan a este servicio reciben a
cambio el favor de no ser maltratadas dentro del centro. También aparecen con
mucha claridad las diferentes expectativas del amor cuando es tan notoria la
diferencia de clases y la estructura psicológica de las dos protagonistas.
El argumento es sencillo y la película lenta pero las interpretaciones que
se pueden hacer de ella desde un discurso psicoanalítico no dejan de ser
interesantes. No hablo de psicoanálisis aplicado porque creo que el
psicoanálisis sólo puede llamarse tal en la conducción de cada caso con su
particularidad, escapando de las generalizaciones. Aunque cada caso desde el
momento en que cuenta su historia introduce elementos de ficción, hay un sujeto
que los cuenta a un analista que lo escucha. Por eso, cuando intentamos
analizar los posibles deseos o la estructura de los personajes de una película,
no es correcto hablar de psicoanálisis aplicado, pero sí podemos hablar de una
manera de ver la historia de ficción de la pantalla nacida de las hipótesis que
el saber del psicoanálisis nos permite hacer.
La película cuenta la historia de una joven de clase alta –Lala- que cuando
tenía catorce años conoce a una joven paraguaya –Guayi- de clase baja que entra
a trabajar a su casa como asistenta y esa situación da lugar a que Lala se
enamore de ella, porque según propias palabras era la primera persona que
conocía –desde un punto de vista exogámico, se entiende-. Guayi aparece desde
el principio coqueteando con un hombre al que dice no querer cuando es
interrogada por Lala, quien se muestra celosa de los devaneos de Guayi a la que
le pide que no quiera a nadie más. En otra escena también se observa una
conducta bisexual en Guayi con otro amigo y la misma Lala. Pero la cuestión más
trascendente es que la asistenta tiene relaciones sexuales con el padre de Lala,
ésta lo sabe, el padre sabe que ella sabe y le dice que no se ponga celosa.
Rara conducta de un padre, que toma con una absoluta indiferencia la relación
sexual de su hija con la asistenta con la que él mismo tiene relaciones
sexuales. Triángulo que deja ver el carácter incestuoso de la relación. Es
sugestiva una frase que el padre le dice a Guayi, cuando mirando unas fotografías
le recuerda cuando entró ella a servir a la casa: “al final nos quedaremos
solos tú y yo” con una familiaridad que hubiera sido más propia de ser dirigida
a la hija que a Guayi, porque estaba hablando de su propia familia. También la
hace sentar a la mesa familiar junto con el hermano de Lala, diciéndole que es
parte de la familia. Como la madre no aparece, se puede suponer que el hombre
es viudo o separado, pero al final resulta que la madre vive en la misma casa
pero está totalmente ausente. En otra escena el padre de Lala le pide a su hijo
si le queda algo (de droga) y él le dice que hace un año que está limpio porque
quiere volver a una granja, o sea, irse de la familia.
En distintas escenas que se van intercalando como recuerdos que invaden un
tiempo presente y empezamos como espectadores a conocer la trama, se desvela la
historia de Guayi, seducida por su padre cuando tenía trece años, quedando
embarazada y luego abandonada por él.
Cuando nace su hijo, lo abandona en las profundidades del lago de
Ypacaraí y decide irse a Buenos Aires
donde entra a trabajar de asistenta en la casa de Lala. El padre de ésta es un
famoso juez a quien su hija envenena porque no puede soportar los celos que le
provoca que su padre tenga relaciones sexuales con la asistenta de la que ella
está enamorada y porque lo considera un obstáculo para los planes que ambas
habían hecho de tener una casa propia donde vivir juntas, motivo por el cual
roban las joyas y un cuadro muy valioso en la propia casa familiar. Guayi es
acusada del asesinato del padre y es encerrada en un instituto de menores sin
que Lala lo sepa porque estaba esperándola en Paraguay en la misma casa del
padre de Guayi. Cuando sabe lo que le ha pasado a su amante, vuelve a Buenos
Aires, va a verla a la cárcel y le dice que va a declararse culpable. Guayi la
hace desistir de hacerlo diciéndole que nadie le creerá, que encima la
internarán por loca, que no empeore las cosas, que ella misma ha mejorado.
Frente al reproche que Lala le hace a Guayi, que ella siempre piensa antes en
una casa que en ellas dos, Guayi le contesta que ella dice eso porque siempre
ha tenido una casa. Esta escena me recordó una vieja idea de Marx quien
sostenía que no se piensa igual en una choza que en un palacio, y viendo la
casa natal de Guayi en Paraguay –muy mísera- y la elegante casa de barrio alto de Lala, se entiende que
las visiones de la vida de una y de otra fuesen muy diferentes. Incluso a la
hora de privilegiar motivaciones, para Guayi tener una casa y asegurarse cierta
protección económica era fundamental y sus vínculos sexuales también le servían
a esa finalidad. Lala, en cambio, podía dejarse sumergir en el imaginario más
desprendido de su vínculo con la vida real porque su misma situación económica
se lo permitía y porque además su estructura psicológica no daba muestras de
haber hecho una triangulación subjetiva que le permitiera sostener un deseo
propio menos alienado. De hecho su relación con Guayi es de una entrega tan
suicida que llega al extremo introducirse en la finca donde los policías
llevaban a cabo sus orgías con las jóvenes del instituto de menores y de matar
al comisario para salvar a Guayi, sin pensar en las consecuencias de ese acto.
Desde el punto de vista psicológico es interesante la relación erótico-sexual
que las dos jóvenes mantienen. Un
espectador ingenuo podría suponer que se trata de una relación lesbiana sin más
matices. Sin embargo, la inmersión en ese vínculo no representa lo mismo para
las dos protagonistas. Guayi, nos da la sensación de utilizar el sexo como
instrumento para conseguir una finalidad y lo que pudiera haber de amor en su
relación con Lala parece casi una ocasión de poner en juego la maternidad
frustrada por el abandono de su hijo en el lago. En cambio Lala no conoce
límites. La demanda que le hace a Guayi, lo que espera de la relación con ella,
es de tal magnitud, que es capaz de matar a su padre sin ningún asomo de culpa,
para asegurarse tener a Guayi sólo para sí misma. Estructuralmente podríamos
pensar que no ha accedido a la triangulación sexual quedándose atrapada en la
relación con el deseo materno, de tinte psicótico en este caso. Además el
psicótico está tan convencido de ser el objeto de deseo del otro que cuando
esto se pone en cuestión es capaz de asesinar para eliminar el obstáculo. En un
sueño que Guayi tiene, ve a Lala que se va hundiendo en el lago y también todo
lo que constituye su mundo y al final resulta asfixiante. Metáfora de la
inmersión y atrapamiento en el deseo materno que lleva a la asfixia. Lala, en
la realidad un día se mete en ese lago y alucina un niño-pez respondiendo a la
fábula que la amiga le había contado, fábula elaborada a raíz de su propio hijo
abandonado allí.
La película tiene un ritmo lento, un clima angustiante por varias razones. Sociológicamente
muestra la condición de miseria extrema que viven en Paraguay que provoca que
la gente emigre a Argentina en busca de un futuro mejor: el padre de Guayi como
cantante, su hija como asistente y chica para otras cosas al servicio del amo
que la emplea. La corrupción de la policía implicada en abusos de menores,
abusos que son realidad en Argentina donde los últimos escándalos conocidos
desvelan cómo las mafias secuestran a chicas en villas muy pobres para
prostituirlas.
La película también es triste por las situaciones emocionales extremas
puestas en juego, por el fracaso de la función paterna en los padres tanto de
la una como de la otra, quienes al actuar como hombres sexuados con sus hijas,
se perdieron como padres dejando un pozo de tristeza y de vacío respectivamente,
aunque con distintas consecuencias estructurales. Lala nos recuerda lo que
decía Massota a propósito del movimiento del Edipo femenino para explicar la
homosexualidad en una chica: es como cuando ella va a visitar a un amigo y no
encuentra a nadie, entonces se vuelve a casa. Ese no encontrar al padre en el
lugar donde hubiera debido encontrarlo la confina a retornar al lugar del que
no pudo salir, y ese volver a casa es el atrapamiento en el deseo materno.
Guayi no está en ese lugar. Guayi más bien encuentra al padre, lo subjetiva, lo
ama y éste la decepciona. No hay en ella exactamente una vuelta a casa, para
seguir con la metáfora de Massota, su retorno no tiene el mismo sentido desde
la estructura psíquica. Lala es psicótica. Guayi, no. También se ve en otra
escena la diferencia de discurso, Lala le pide a Guayi que le prometa que nunca
le va a mentir –mentir siempre implica la posibilidad de separarse
interiormente de la persona a quien se miente- y que la historia de ambas tendrá
un final feliz, demanda que muestra a Lala totalmente inmersa en una
expectativa de vínculo anclada totalmente en su aspecto imaginario. Y Guayi le
dice que no sabe, respuesta más realista. En ese desencuentro se muestra la
estructura diferente de cada una de ellas y en consecuencia su posición en los
vínculos que establecen con los otros.
Lacan señala dos operaciones subjetivas diferentes a la hora de constituir
la propia estructura. Una de ellas es la separación, que da lugar a un deseo
propio por la posibilidad de separarse del objeto materno y por extensión de
cualquier otro objeto futuro cuando resulte demasiado inaceptable. La otra
operación es la alienación en el objeto, propia de aquellas personas que no
pueden separarse del vínculo que mantienen con su objeto aunque éste sea
destructivo. Este último caso recuerda un poco lo que decía Freud en Duelo y
Melancolía con su famosa metáfora “la sombra del objeto ha caído sobre el yo”.
Para terminar, un apunte en referencia a la conducta perversa de los padres
de ambas con sus propias hijas. Me recuerda una frase de la escritora italiana
Dacia Maraini cuando haciendo alusión a los abusos infantiles, señaló que la
palabra pene se parecía a pena y se preguntaba si los hombres al ser portadores
de pene no eran a su vez portadores de pena. La cuestión de la mayor cercanía a
la perversión en el deseo masculino hace que ese señalamiento de Dacia Maraini
no sea un mero juego de palabras.
CLAUDIA TRUZZOLI
c.truzzoli@gmail.com
Presidenta de la
Sección Dones del COPC cuando se publicó este comentario en la Revista del Colegio Oficial de Psicólogos de Catalunya nº 218 de junio/julio 2009
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