lunes, 29 de abril de 2013

CINE: EL NIÑO PEZ. (Padres perversos)



Esta película argentina, cuya directora es la hija de Luis Puenzo –director de La historia oficial-  es entre otras cosas, una denuncia de la corrupción del sistema penitenciario de menores que proporciona a la policía jovencitas para una noche de orgías y las devuelve por la mañana temprano a la cárcel. Las que se prestan a este servicio reciben a cambio el favor de no ser maltratadas dentro del centro. También aparecen con mucha claridad las diferentes expectativas del amor cuando es tan notoria la diferencia de clases y la estructura psicológica de las dos protagonistas.
El argumento es sencillo y la película lenta pero las interpretaciones que se pueden hacer de ella desde un discurso psicoanalítico no dejan de ser interesantes. No hablo de psicoanálisis aplicado porque creo que el psicoanálisis sólo puede llamarse tal en la conducción de cada caso con su particularidad, escapando de las generalizaciones. Aunque cada caso desde el momento en que cuenta su historia introduce elementos de ficción, hay un sujeto que los cuenta a un analista que lo escucha. Por eso, cuando intentamos analizar los posibles deseos o la estructura de los personajes de una película, no es correcto hablar de psicoanálisis aplicado, pero sí podemos hablar de una manera de ver la historia de ficción de la pantalla nacida de las hipótesis que el saber del psicoanálisis nos permite hacer.  
La película cuenta la historia de una joven de clase alta –Lala- que cuando tenía catorce años conoce a una joven paraguaya –Guayi- de clase baja que entra a trabajar a su casa como asistenta y esa situación da lugar a que Lala se enamore de ella, porque según propias palabras era la primera persona que conocía –desde un punto de vista exogámico, se entiende-. Guayi aparece desde el principio coqueteando con un hombre al que dice no querer cuando es interrogada por Lala, quien se muestra celosa de los devaneos de Guayi a la que le pide que no quiera a nadie más. En otra escena también se observa una conducta bisexual en Guayi con otro amigo y la misma Lala. Pero la cuestión más trascendente es que la asistenta tiene relaciones sexuales con el padre de Lala, ésta lo sabe, el padre sabe que ella sabe y le dice que no se ponga celosa. Rara conducta de un padre, que toma con una absoluta indiferencia la relación sexual de su hija con la asistenta con la que él mismo tiene relaciones sexuales. Triángulo que deja ver el carácter incestuoso de la relación. Es sugestiva una frase que el padre le dice a Guayi, cuando mirando unas fotografías le recuerda cuando entró ella a servir a la casa: “al final nos quedaremos solos tú y yo” con una familiaridad que hubiera sido más propia de ser dirigida a la hija que a Guayi, porque estaba hablando de su propia familia. También la hace sentar a la mesa familiar junto con el hermano de Lala, diciéndole que es parte de la familia. Como la madre no aparece, se puede suponer que el hombre es viudo o separado, pero al final resulta que la madre vive en la misma casa pero está totalmente ausente. En otra escena el padre de Lala le pide a su hijo si le queda algo (de droga) y él le dice que hace un año que está limpio porque quiere volver a una granja, o sea, irse de la familia.
En distintas escenas que se van intercalando como recuerdos que invaden un tiempo presente y empezamos como espectadores a conocer la trama, se desvela la historia de Guayi, seducida por su padre cuando tenía trece años, quedando embarazada y luego abandonada por él.  Cuando nace su hijo, lo abandona en las profundidades del lago de Ypacaraí  y decide irse a Buenos Aires donde entra a trabajar de asistenta en la casa de Lala. El padre de ésta es un famoso juez a quien su hija envenena porque no puede soportar los celos que le provoca que su padre tenga relaciones sexuales con la asistenta de la que ella está enamorada y porque lo considera un obstáculo para los planes que ambas habían hecho de tener una casa propia donde vivir juntas, motivo por el cual roban las joyas y un cuadro muy valioso en la propia casa familiar. Guayi es acusada del asesinato del padre y es encerrada en un instituto de menores sin que Lala lo sepa porque estaba esperándola en Paraguay en la misma casa del padre de Guayi. Cuando sabe lo que le ha pasado a su amante, vuelve a Buenos Aires, va a verla a la cárcel y le dice que va a declararse culpable. Guayi la hace desistir de hacerlo diciéndole que nadie le creerá, que encima la internarán por loca, que no empeore las cosas, que ella misma ha mejorado. Frente al reproche que Lala le hace a Guayi, que ella siempre piensa antes en una casa que en ellas dos, Guayi le contesta que ella dice eso porque siempre ha tenido una casa. Esta escena me recordó una vieja idea de Marx quien sostenía que no se piensa igual en una choza que en un palacio, y viendo la casa natal de Guayi en Paraguay –muy mísera- y la elegante  casa de barrio alto de Lala, se entiende que las visiones de la vida de una y de otra fuesen muy diferentes. Incluso a la hora de privilegiar motivaciones, para Guayi tener una casa y asegurarse cierta protección económica era fundamental y sus vínculos sexuales también le servían a esa finalidad. Lala, en cambio, podía dejarse sumergir en el imaginario más desprendido de su vínculo con la vida real porque su misma situación económica se lo permitía y porque además su estructura psicológica no daba muestras de haber hecho una triangulación subjetiva que le permitiera sostener un deseo propio menos alienado. De hecho su relación con Guayi es de una entrega tan suicida que llega al extremo introducirse en la finca donde los policías llevaban a cabo sus orgías con las jóvenes del instituto de menores y de matar al comisario para salvar a Guayi, sin pensar en las consecuencias de ese acto.  


Desde el punto de vista psicológico es interesante la relación erótico-sexual que las dos jóvenes mantienen.  Un espectador ingenuo podría suponer que se trata de una relación lesbiana sin más matices. Sin embargo, la inmersión en ese vínculo no representa lo mismo para las dos protagonistas. Guayi, nos da la sensación de utilizar el sexo como instrumento para conseguir una finalidad y lo que pudiera haber de amor en su relación con Lala parece casi una ocasión de poner en juego la maternidad frustrada por el abandono de su hijo en el lago. En cambio Lala no conoce límites. La demanda que le hace a Guayi, lo que espera de la relación con ella, es de tal magnitud, que es capaz de matar a su padre sin ningún asomo de culpa, para asegurarse tener a Guayi sólo para sí misma. Estructuralmente podríamos pensar que no ha accedido a la triangulación sexual quedándose atrapada en la relación con el deseo materno, de tinte psicótico en este caso. Además el psicótico está tan convencido de ser el objeto de deseo del otro que cuando esto se pone en cuestión es capaz de asesinar para eliminar el obstáculo. En un sueño que Guayi tiene, ve a Lala que se va hundiendo en el lago y también todo lo que constituye su mundo y al final resulta asfixiante. Metáfora de la inmersión y atrapamiento en el deseo materno que lleva a la asfixia. Lala, en la realidad un día se mete en ese lago y alucina un niño-pez respondiendo a la fábula que la amiga le había contado, fábula elaborada a raíz de su propio hijo abandonado allí.
La película tiene un ritmo lento, un clima angustiante por varias razones. Sociológicamente muestra la condición de miseria extrema que viven en Paraguay que provoca que la gente emigre a Argentina en busca de un futuro mejor: el padre de Guayi como cantante, su hija como asistente y chica para otras cosas al servicio del amo que la emplea. La corrupción de la policía implicada en abusos de menores, abusos que son realidad en Argentina donde los últimos escándalos conocidos desvelan cómo las mafias secuestran a chicas en villas muy pobres para prostituirlas.
La película también es triste por las situaciones emocionales extremas puestas en juego, por el fracaso de la función paterna en los padres tanto de la una como de la otra, quienes al actuar como hombres sexuados con sus hijas, se perdieron como padres dejando un pozo de tristeza y de vacío respectivamente, aunque con distintas consecuencias estructurales. Lala nos recuerda lo que decía Massota a propósito del movimiento del Edipo femenino para explicar la homosexualidad en una chica: es como cuando ella va a visitar a un amigo y no encuentra a nadie, entonces se vuelve a casa. Ese no encontrar al padre en el lugar donde hubiera debido encontrarlo la confina a retornar al lugar del que no pudo salir, y ese volver a casa es el atrapamiento en el deseo materno. Guayi no está en ese lugar. Guayi más bien encuentra al padre, lo subjetiva, lo ama y éste la decepciona. No hay en ella exactamente una vuelta a casa, para seguir con la metáfora de Massota, su retorno no tiene el mismo sentido desde la estructura psíquica. Lala es psicótica. Guayi, no. También se ve en otra escena la diferencia de discurso, Lala le pide a Guayi que le prometa que nunca le va a mentir –mentir siempre implica la posibilidad de separarse interiormente de la persona a quien se miente- y que la historia de ambas tendrá un final feliz, demanda que muestra a Lala totalmente inmersa en una expectativa de vínculo anclada totalmente en su aspecto imaginario. Y Guayi le dice que no sabe, respuesta más realista. En ese desencuentro se muestra la estructura diferente de cada una de ellas y en consecuencia su posición en los vínculos que establecen con los otros.
Lacan señala dos operaciones subjetivas diferentes a la hora de constituir la propia estructura. Una de ellas es la separación, que da lugar a un deseo propio por la posibilidad de separarse del objeto materno y por extensión de cualquier otro objeto futuro cuando resulte demasiado inaceptable. La otra operación es la alienación en el objeto, propia de aquellas personas que no pueden separarse del vínculo que mantienen con su objeto aunque éste sea destructivo. Este último caso recuerda un poco lo que decía Freud en Duelo y Melancolía con su famosa metáfora “la sombra del objeto ha caído sobre el yo”.
Para terminar, un apunte en referencia a la conducta perversa de los padres de ambas con sus propias hijas. Me recuerda una frase de la escritora italiana Dacia Maraini cuando haciendo alusión a los abusos infantiles, señaló que la palabra pene se parecía a pena y se preguntaba si los hombres al ser portadores de pene no eran a su vez portadores de pena. La cuestión de la mayor cercanía a la perversión en el deseo masculino hace que ese señalamiento de Dacia Maraini no sea un mero juego de palabras.  

CLAUDIA TRUZZOLI
c.truzzoli@gmail.com
Presidenta de la Sección Dones del COPC cuando se publicó este comentario en la Revista del Colegio Oficial de Psicólogos de Catalunya nº 218 de junio/julio 2009
                 
    

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