SEXUALIDADES, MATERNIDADES Y MUJERES
Desde el pensamiento clásico más conservador y reaccionario a toda
reflexión particularizada, siempre se ha contrapuesto en la figura de la mujer,
la maternidad y la sexualidad. Mujer en singular, no mujeres en su diversidad.
Como si el hecho de ser madres hiciera naufragar toda su sexualidad hasta el
punto de hacerla inexistente. Cuando comenzó a gestarse un movimiento de
mujeres alrededor de los años cincuenta en Norteamérica, que luego se
convertiría en un gran movimiento feminista, las mujeres americanas después de
haber sido llamadas a trabajar fuera de casa por la necesidad de mano de obra
industrial por la escasez de hombres ocupados en la segunda guerra mundial, una vez terminada
ésta, se las presionó para volver a sus
casas a ocuparse de sus maridos y sus hijos y se les ofrecieron modelos de
mujer tipo Doris Day y grandes electrodomésticos para mantenerlas ocupadas
dentro del ámbito doméstico. Curiosamente, según declaraciones de un industrial
del departamento de marketing de una gran empresa, los electrodomésticos
estaban destinados aparentemente a aliviar el trabajo doméstico pero en
realidad eran una oferta para aumentarlo, según demostraron encuestas
comparativas realizadas con las horas de trabajo que las amas de casa hacían
antes de que existieran los mismos. Esa oferta respondía a dos fines, uno
lucrativo y otro ideológico. Si se aumentaba la presión por el trabajo
doméstico, las mujeres tendrían la sensación de estar muy ocupadas realizando
un trabajo mientras sus maridos hacían el suyo fuera de casa. Así se promocionó
un estilo de mujer, que tendría que satisfacerse con ser la compañera que
sostenía al marido, que sostenía a los hijos y que tenía que acallar lo que
Betty Friedam denominó un malestar que no tenía nombre. Una hermosa película “Lejos del cielo” nos
muestra muy ilustrativamente lo que era la vida de una mujer tipo en los años
cincuenta, su sufrimiento, su falta de reconocimiento como sujeto que pudiese
desear algo para sí misma más allá de ser la mujer de su marido o madre de sus
hijos. Cuando el movimiento de mujeres demostró que ese malestar que no tenía
nombre era en realidad la sofocación de deseos propios a los que las mujeres no
se sentían autorizadas, las reacciones no se hicieron esperar. Toda la derecha
más conservadora se dedicó a denigrar a las feministas convirtiendo la palabra
feminista en un insulto, haciéndola sinónimo de mujer que odia a los hombres,
que quiere castrarlos, que quiere ocupar su lugar. No bastaron sólo opiniones
en prensa y en medios de comunicación sino que también hubo corrientes médicas
y psicológicas que se unieron para patologizar esos anhelos femeninos que
amenazaban con romper un orden instituido en el cual los hombres eran los
únicos que estaban autorizados a tener una vida propia, a desear.
¿Por qué traigo esto a colación después de medio siglo de los orígenes
del feminismo? Porque creo que en lo que respecta a las mujeres hay ciertas
ideas viscerales que no parecen haber cambiado tanto ni aún en los sentimientos
más íntimos de muchas mujeres feministas. Lo constato por ejemplos anecdóticos
que me han sorprendido vivamente. En una ocasión en que nos visitaron las
mujeres del colectivo de Boston, hicieron un taller sobre el placer. Las
mujeres teníamos que decir una por una qué era lo que nos procuraba el mayor
placer. Cuál fue mi sorpresa cuando ninguna mencionó nada que se refiriera a la
sexualidad. Cuando yo expresé placer en esa dirección, se interpretó que a mí
me gustaba el sexo -dicho así es más reduccionista-. No podía creer que lo que
otras mujeres habían expresado como la fuente del mayor placer se limitara a
las cosas que decían, algunas tan increíbles que sonaban a hipocresía. Pero en
el caso de que hubiese sido verdad, qué poco desarrollo mostraban de una
potencialidad tan vital como la sexualidad o bien qué falta de autorización a
reconocerse públicamente sexuadas sin temor a ser censuradas. Porque para
muchas mujeres reconocer que les puede gustar el sexo es sinónimo de
masculinidad en el mejor de los casos o de puterío en el más frecuente. Me lo
volvió a certificar una mujer a la que le conté la experiencia del taller del
colectivo de Boston diciéndome: “es que nosotras no somos putas”. No quiero pensar en qué
lugar me colocaba a mí por haber expresado que me gustaba hacer el amor. Pero
frente a palabras descalificadoras nacidas de la ignorancia hacen falta actitudes
creativas.
Si esto es así en el caso de mujeres que se catalogan como
heterosexuales, ni qué decir tiene el escándalo que para los sectores más
conservadores supone que haya mujeres lesbianas -para ellos parece que el
término lesbiana significara una mujer sexualmente ávida y promiscua- que
además ahora se atreve a ser madre. Todo el foro de la familia, el Papa, todos
quienes se agrupan en el partido de la España más cañí alzan sus voces indignados frente
a las nuevas osadías de esas mujeres que se atreven a desafiar la tradicional
institución familiar triangular compuesta por padre-madre-hijo, diciendo vaya a
saber qué aberraciones saldrán de esos experimentos, qué hijos maltrechos y
destrozados psicológicamente advendrán y tantas argumentaciones tan alarmistas
como prejuiciosas nacidas de la más profunda ignorancia. No es de extrañar, la
ignorancia es muy osada. Lo que más indigna es que los que se supone que menos
saben de sexualidad son los que se erigen en sabios al respecto. Los que menos
saben de sexualidad sana porque los
abusos a niños son muy abundantes en los colegios religiosos como lo
certifican los más de 8.000 obispos denunciados en Estados Unidos, ni qué
hablar de La mala educación de los de casa. Mala educación, título de
una película de Almodóvar que denuncia los abusos practicados con los alumnos
de un colegio religioso. Estos son los
que hablan de sexualidad y no de sexualidades, de mujer y no de mujeres, de
maternidad y no de maternidades. El uso del singular o del plural en estos
casos no es baladí. Usar el singular supone creer en cierto esencialismo de la
sexualidad, creer que hay una esencia de mujer que define la feminidad,
resultando ésta universal, a-histórica y a-cultural, válida para cualquier mujer humana
independiente de su época y su cultura, que nos informaría de la naturaleza de
su deseo heterosexual y reduciría su plena realización al logro de su
maternidad. Si no es así, si no hay un deseo maternal en algunas mujeres, cae
sobre ellas, la imputación de ser malas mujeres, egoístas. Carácter de la
imputación que va aumentando de tono hasta llegar al desprecio o el insulto
cuando se manifiesta con potencialidad erótica y le gusta. Parafraseando a
Freud podríamos decir en estos casos que la sombra de la madre ha caído sobre
la mujer. En cambio, hablar de sexualidades, de mujeres y de maternidades
supone introducir una diversidad que
corresponde más a la experiencia de vida de las mujeres reales.
No todas las mujeres quieren ser madres y nada nos induce a priori a
atribuir ese no querer serlo a problemas
psicológicos sino a deseos que se priorizan y que excluyen la maternidad. Por
ejemplo, cuando entran en escena limitaciones de tiempo que no se dispone,
necesario para el cuidado del niño/a pequeño/a, cuando hay otros intereses
profesionales que lo requieren. O limitaciones económicas que hacen imposible
abastecer las necesidades familiares con un solo sueldo, o falta de una red de
apoyo familiar para atender a la crianza, obligan a postergar la maternidad. Cuando
las mujeres desean algo para sí mismas eso no las desmerece como madres, las
que lo son, sino al contrario. Cuando una mujer es capaz de estar bien consigo
misma es cuando puede entregar una mejor calidad y calidez en sus relaciones
con los otros. Porque las frustraciones generan intereses usureros que se hacen
pagar cuando quienes tienen al lado se encuentran más debilitados, como podemos
observar con suma frecuencia en los matrimonios de larga data, cuando las
mujeres que de jóvenes han sufrido varios tipos de maltrato, se desquitan con
sus maridos cuando éstos pierden fuerza. Las mujeres lesbianas, que sin ser lo
que las personas heterosexuales imaginan que son, sí son quienes pueden
demostrar que son capaces de sostener una elección sexual que no resulta
sospechosa de responder a un convencionalismo propugnado socialmente, como
podría ser el caso de muchas mujeres que se denominan heterosexuales. Lo más inquietante para muchos sectores
conservadores es que estas mujeres sean madres solas, sin el amparo de un
hombre. Pero si miramos detenidamente, tener un hombre al lado ¿es siempre
sinónimo de amparo para una mujer y sinónimo de que su compañero asumirá una
paternidad responsable? Los malos tratos
a los niños se dan estadísticamente en una proporción mucho mayor en las
parejas heterosexuales, la violencia doméstica, los maridos que matan a sus
mujeres y sus niños, los abusos sexuales, los incestos, no representan una
garantía para los hijos ni para las mujeres.
Tener un padre y una madre no siempre es sinónimo de buena salud. Tener
dos madres no sé si lo es, pero al menos nadie podrá dudar de que si afrontan
todo un sistema que las cuestiona, si afrontan públicamente el cuestionamiento
de su decisión con el desgaste que implica, es porque hay un deseo muy fuerte
de ser madres y además madres que no niegan su sexualidad. Sería deseable que
muchas madres heterosexuales pudieran decir lo mismo, porque las mujeres cuya
identidad está dirigida por un superyó rígido que censura la sexualidad, tienen
problemas para constituir una heterosexualidad sólida y sólo se sienten legitimadas
como mujeres en su papel de madres. Lo que significa que todos los conflictos
derivados de su insuficiente deseo heterosexual, intentan negarlos refugiándose
en una representación de sí mismas como madres que anula sus otras facetas
identitarias como mujeres, trasmitiendo a sus hijos una imagen de sí mismas que
favorece que ellos las imaginaricen como asexuadas, indiferentes a cualquier
otro deseo que no sea el de satisfacer a quienes están “destinadas” a servir.
Ni que decir tiene que también se favorece de ese modo, que las
representaciones de aquellas mujeres que no quieren ser madres caigan bajo un
imaginario desdeñoso o denigratorio. Una cantante argentina, Susana Rinaldi,
decía de manera muy graciosa que en la historia del tango, las mujeres
aparecían en dos categorías. O bien la sacrosanta madre destinada a servir o
bien la mujer del triste destino, (o sea, la puta). La ironía consiste en que
no es solamente en la historia del tango que tales representaciones se juegan
de manera polarizada entre la madre y la mujer que no se valora. Los hombres
afectados por esta división subjetiva entre dos tipos de mujeres, son quienes
tienen una seria impotencia con las mujeres que aman, porque llevan
inconcientemente una marca que les remite a la madre, mientras que con otras a
quienes perciben como eróticas pero a quienes no aman, sí pueden sostener su
potencia sexual. Películas como Il bello Antonio, dirigida por Mauro
Bolognini o El cielo abierto, que
protagonizó Sergi López, nos testifican de estos hechos. Freud en su excelente
obra, La degradación general de la vida erótica, expone estas dificultades.
Los mensajes que nuestra cultura oficial construye a propósito de la
maternidad, presionan en la dirección de la imaginarización de la buena mujer
como la madre entregada sólo a sus
hijos, o sólo a su marido. Prueba de
ello es la decepción, cuando no el rechazo, que provoca una mujer viuda a la
que se había imaginado como paradigma del amor romántico con su pareja, cuando
se vuelve a casar, porque desmiente la idealización de mujer toda entregada
para siempre a un solo hombre, ideal romántico por excelencia, como sucedió por
ejemplo con Isabel Pantoja, que durante mucho tiempo fue idealizada como la
viuda eterna que lloraba al que suponían que sería el único amor de su vida, su
difunto Paquirri. Por eso aunque parezca paradójico, las mujeres que permanecen
solteras por mucho tiempo, resultan sospechosas de no tener una sexualidad adaptada
a las normas conservadoras, sobre todo si son más o menos jóvenes y
desenfadadas, o sea, si muestran algún tipo de satisfacción vital que desmienta
que estar solas sea motivo de tristeza. También
se puede observar la presión social que señala lo que sería una buena madre, en
las dificultades que tiene una mujer cuando se la obliga a elegir entre su
necesidad de pareja y sus hijos, aún cuando éstos sean grandes y supuestamente
autónomos.
Lo que nuestra cultura valora como la madre ideal, entregada por
completo a sus hijos, el tratamiento clínico de estas mujeres tradicionales nos
revela que no sólo sufren trastornos depresivos importantes sino que generan hijos
varones sofocados, niños eternos que creen que sus madres les pertenecen en
exclusiva y que se sienten con derecho a exigir lo que sea creyendo
ilusoriamente que les tiene que ser dado. Mientras que las madres que además atienden
a sus otras necesidades femeninas, generan hijos que suelen quejarse de ellas,
pero son más independientes y autónomos y están mejor preparados para la vida. Las
madres lesbianas en su favor tienen un potencial saludable, que es haberse
admitido como mujeres sexuadas. Pero se consideran doblemente transgresoras,
porque en lugar de marido eligen a otra mujer, a veces quieren casarse con su
compañera y adoptar niños o tenerlos por inseminación artificial. Sea como sea,
su acceso a la maternidad, a ellas también les cabe la misma advertencia que a
cualquier madre tradicional, o sea, que sigan sosteniendo sus deseos de
realización personal más allá de la maternidad para no sofocar a sus hijos. Si
así lo hacen, sus hijos se lo agradecerán aunque tengan que desafiar toda una
creencia en contra que entroniza en nuestra cultura a la madre como el
prototipo de la mujer que se debería satisfacer solamente con la entrega
incondicional a servir a sus hijos y a su marido, que con mucha frecuencia es
tratado como un hijo más. Introducir una terceridad en un vínculo tan íntimo y
con pretensiones de exclusividad como es el de una madre con un hijo/a no sólo
no es algo que no debería se criticado sino que es algo necesario para un
desarrollo adecuado de la autonomía futura de un hijo/a para que pueda
construirse una identidad como sujeto con un deseo propio.
Terceridad que puede estar colocada en aspectos dispersos, pero que lo
que tendría como característica común es el poder atrapar el deseo de la madre
en distintas direcciones que la aparten de la dedicación exclusiva a sus hijos.
Intereses sea profesionales, eróticos, estéticos, lúdicos y un largo etcétera
posible, que permitan circular espacios de privacidad individuales que
desbaraten cualquier intento de fomentar una simbiosis. Las madres que cumplen
con una función de trasmisión de los límites al propio deseo, están enseñando a
sus hijos que no todo se puede tener, que en lo que se refiere a los vínculos,
les están sembrando las bases de su futura autonomía. Que una madre sepa
trasmitir a sus hijos que ellos no son suficientes para acaparar todo su deseo
es lo que contrariamente a lo que se cree suele generar los hijos más
saludables, mientras sepa hacerles sentir que esa actitud no es sinónimo de indiferencia. Pero sí casa con un deseo que no
les incumbe a ellos satisfacer. Siempre se nos ha repetido a las madres hasta
el cansancio que nuestros hijos no son de nuestra propiedad, pero ya es hora de
insistir y promulgar que los hijos deben sentir que sus madres tampoco son una
propiedad suya, que tienen un legítimo derecho a buscar una satisfacción
personal y reconocimiento en algo que las haga sentirse creativas más allá de
lo biológico y reproductivo, a buscar y diversificar las fuentes de su placer,
a respirar sin ahogos. Eso permitirá que sus hijos también se sientan
autorizados a vivir sus vidas sin el agobio de tener que sostener a sus madres,
sin sentirse culpables de abandonarlas si hacen su vida. Dejarlos desprenderse
es la mejor manera de sostener una maternidad responsable, tanto si se es madre
lesbiana como si no.
CLAUDIA TRUZZOLI
No hay comentarios:
Publicar un comentario