EXTRAVÍO DEL SÍ MISMO EN LA IMAGEN
¿Por qué
aumenta cada vez más el número de personas que experimentan un sentimiento de
vacío, de tristeza, de pérdida de sentido? Las consultas de los ambulatorios
reflejan un aumento de estos estados anímicos a los que se responde indicando
una medicación antidepresiva, porque bajo el nombre de depresión han
desaparecido todos los matices y diferencias entre distintos tipos de estados
de ánimo que en muchas ocasiones son la emoción más acorde a una situación
determinada. Por ejemplo, si se muere un ser querido, es normal estar triste y
tener necesidad de sentir ese dolor junto con el rescate de los recuerdos que
nos ligaban a esa persona y en ese transcurso del tiempo ir lentamente
desprendiéndonos de ella y aceptar que ya no está. O si una persona pierde su
trabajo y se siente desamparada y sin salida evidente a corto plazo, es normal
que esté triste o aún ansiosa o con un ataque de pánico, dependerá de la
cuantía que esa falta de dinero le signifique en términos de supervivencia o
más levemente en términos de pérdida de poder acceder a una calidad de vida que
entonces resulta muy mermada. Un medicamento si bien puede ser muy útil en
casos donde esté afectado un funcionamiento cerebral, es contraproducente a la
hora de ayudar a una persona a encontrar los recursos que necesita para
intentar encontrar una solución o bien, poder acceder a un grado de humildad
que le permita reconocerse como valiosa aunque esté desposeída. Una interlocución válida, un saber escuchar,
un poder estimular la reflexión acerca de sí mismo y de las situaciones
problemáticas no es un medicamento pero puede curar y no tiene efectos
secundarios. Pero desgraciadamente
estamos en una época donde se privilegia la rapidez, el adormecimiento, el
poner un parche en lugar de intentar aportar soluciones. Si bien no está en
nuestras manos cambiar la civilización que nos toca vivir hoy, sí podemos ofrecer
algunas reflexiones que tal vez le sirvan a quien pueda desmarcarse de esta
loca alienación a la que se nos quiere conducir.
Tomaré un
aspecto de la cuestión: la colonización del cuerpo, sobre todo el femenino, a
través de muchos cauces cuyo objetivo
último es adecuar la imagen femenina a ciertos prototipos de belleza que
suponen una verdadera esclavitud desde el punto de vista estético, cuando no un
peligro para la salud o un riesgo peligroso. Colonización del cuerpo al que no
están ajenos algunos hombres, aunque en su caso se trata más de acentuar el
vigor, la potencia, y no tanto el aspecto estético, aunque también éste va
entrando como imperativo a la hora de resultar más seductores. Estas cosas en
sí mismas no es que sean nocivas, la que puede resultar nociva es la excesiva
dependencia a la propia imagen en
desmérito de reflexionar acerca de sí mismos, acerca de las cuestiones
importantes de nuestra vida de relación, de nuestro estar en el mundo.
¿Qué es lo
que se pierde por esta exageración y predominio de la imagen en esta mega
publicidad que nos envuelve? Se pierde la capacidad de pensar. La seducción fácil con su promesa de placeres
inmediatos reemplaza la convicción en valores que verdaderamente sostienen. La imagen sustituye al
pensamiento, la austeridad y el esfuerzo se desvalorizan frente a la realización
inmediata de deseos generados desde una lógica que pretende encontrar en el
consumo la solución a todo. Todas sabemos, porque alguna vez lo hemos sufrido,
con qué rapidez se extinguen los pretendidos placeres que se esperan al comprar
un objeto con la ilusión de cambiar un estado de ánimo triste o combatir
momentos de vacío. Una misma puede tratar de convertirse en un objeto de deseo
cuando se maquilla para gustar, pero si una se pasara gran parte del día
mirándose al espejo, eso denotaría una
dependencia hacia la propia imagen que haría un cortocircuito con el verdadero lazo afectivo
que nos conecta con los demás, nos enriquece y alimenta.
La inquietud
que me provocan estas cuestiones me hace preguntarme porqué algunas mujeres
–hombres en menor grado- se empeñan desesperadamente en una ciega carrera de
modificación de su cuerpo intentando rescatar lo imposible de recuperar si de
juventud se trata. Aquí es donde las diferencias culturales entre hombres y
mujeres se hacen sentir. Los hombres no siguen una carrera tan extremada para
parecer más jóvenes porque teniendo aspecto de maduros –aunque no
necesariamente siéndolo- resultan seductores para las jovencitas. En cambio las mujeres, saben que a los
hombres les resulta chocante todo lo que anuncie pérdida, ya sea de juventud,
de potencialidades, o bien un acrecentamiento del saber sobre los deseos que
mueven a unos y a otras. En síntesis, a los hombres les da miedo la madurez
femenina. Las mujeres buscan tanto más desesperadamente cuanto más dependen de
un hombre, parecer todo lo más jóvenes que puedan para reafirmarse a través de
la mirada masculina que aún son deseables, que aún pueden acceder a los
privilegios que tienen las jóvenes. Porque es algo tristemente comprobado que los hombres
valoran más que las mujeres la juventud. Tal es así que cuando ellos hacen
nuevas parejas después de un divorcio, generalmente se acoplan con mujeres muy
jóvenes. No es que las mujeres no valoremos la juventud, sino que valoramos
prioritariamente otras cosas que definen a una persona, por ejemplo, su
madurez, su saber hacer, su capacidad de compañerismo. No sucumbimos con
facilidad a las trampas de la vanidad en cuanto a necesitar ser idealizadas, podemos
soportar las críticas si están hechas de buena fe, porque valoramos aprender de
los demás. Todas estas cuestiones son frágiles en los hombres, porque salvo
excepciones, están más sujetos a la necesidad de ser idealizados y eso es más
fácil que se produzca con una jovencita, que si
no está movida sólo por un interés material de disfrutar de una posición
económica solvente que algunos pueden procurar, pueden idealizarlos otorgándoles un saber sobre la
vida, unas metas logradas, una esperanza de aprender para llegar a ser
imaginariamente tan fuerte, deseable y poderosa como los imaginan a los
maduros.
Al promocionar
en exceso la dependencia a la imagen y al consumo superfluo nuestra sociedad
encuentra un recurso que convierte la responsabilidad personal con respecto a
nuestra propia vida, el detenerse a reflexionar acerca de ella, en algo
indeseable. Pero ¿qué nos estamos perdiendo de esa manera? Justamente lo que no
se pierde, a menos que la memoria enferme, que es conocer la riqueza de la
experiencia acumulada con los años, el grado de libertad que eso supone, la
alegría de poder sentirse a gusto con una misma sin tener que subordinarse a
los criterios de otros. Cada persona es un mundo singular y la posibilidad de
vivir una madurez no alienada en una carrera hacia lo imposible de evitar, si
de vejez se trata, es poder sacarle partido a cada edad con sus características
particulares. La juventud es preciosa pero llena de inseguridad, de promesas
futuras, de peleas por lograr los
objetivos que se proponen en la vida, de miedos, de vulnerabilidad de la propia
imagen frente a los demás, de pruebas continuas, de desafíos. La madurez, por
el contrario, sabe. Gracias a la experiencia vivida, una experiencia de lo
humano que va más allá de las modas. Aunque la subjetividad de cada época esté
marcada por estilos y costumbres diferentes,
algo queda invariable a lo largo de muchas generaciones como para que sea útil
beneficiarse de la sabiduría de las cosas del corazón que nos pueden trasmitir
las personas mayores.
Tanto los
hombres como las mujeres somos sensibles al deseo de gustar. Sin embargo,
diferimos en los medios por los que intentamos lograrlo. Los hombres lo
intentan haciendo un exhibicionismo de poder a través de la mostración de la
posesión de bienes y objetos. Ciertos objetos pueden utilizarse para seducir,
por ejemplo, un coche que deslumbra como símbolo de poder, recurso que suelen
utilizar mayoritariamente los hombres. Pero no es lo mismo utilizarlo para
seducir que utilizarlo como un triunfo exhibicionista del propietario. Por
experiencia sabemos que muchas mujeres se sienten celosas del coche del
compañero cuando éste lo cuida más que lo que la cuida a ella. Y es bastante
triste tener como rival a un coche. Las mujeres intentamos satisfacer la
necesidad de gustar a través del cuidado del cuerpo, cuidado que no significa
culto, porque el culto al cuerpo silencia la soledad estéril del narcisismo y la enajenación que
supone para una mujer sostenerse sólo de su imagen. Porque ésta es transitoria,
cambiante, expuesta al declive y a la pérdida de belleza, a la vejez, a la decrepitud. A pesar de ello,
tal vez por lo ineludible e insoportable de la vejez, aumentan cada vez más las
ofertas de cirugía estética, liposucciones para parecer más delgadas pero sobre
todo jóvenes, aumentos o disminuciones de mamas, extirpación genital de labios
mayores para aparentar un sexo más aniñado, junto con su correspondiente
depilación, cirugías estéticas que borran del rostro las arrugas, operaciones
de estómago en las obesas para que casi no tengan hambre, ofertas de supresión
de la regla para tenerla sólo unas veces al año o bien, parches hormonales para
prolongarla indefinidamente sin tener en cuenta que los mismos tienen una
incidencia directa en el cáncer de mama. Ir contra la naturaleza es una
lotería, pero ahora desde el discurso médico posmoderno se nos quiere hacer
creer que la naturaleza no es tan sabia como creíamos y que provocar cambios en
ella nos beneficiaría. Los científicos tendrían que apelar a la sensatez porque
torres más grandes han caído frente a la soberbia de creer que pueden dominar
por entero el mundo natural.
Poder
sostenerse de una manera que no provoque un derrumbe psicológico implica una
mirada reflexiva hacia sí misma, hacia la sociedad que nos circunda, poder
establecer una distancia crítica con las ofertas de una civilización que sólo
se ocupa de la imagen y del goce inmediato. Reconocerse a través de los
cambios, supone un esfuerzo de simbolización, un trabajo psíquico que balancee
logros y pérdidas referidas al propio cuerpo, a nuestros vínculos, a nuestra
inevitable finitud, que no será posible sin el acompañamiento de interlocutores
válidos que nos reafirmen en esta andadura, con quienes establecer una relación
profunda que nos haga sentir importantes y especiales. No es justamente lo que
abunda en la manera posmoderna de vincularse, de contactos rápidos y cambiantes
que no dejan anclar los afectos que sostienen. Nuestra época se caracteriza por
una política de ceguera frente a lo que molesta. Pero las cosas no desaparecen
porque no se las quiera ver. Por mucho que nos estiren la piel, eso no nos
librará de la vejez. En cambio si en vez de estirarnos la piel preferimos
aceptar la evidencia de nuestra edad, tenemos que tener una compensación que
nos permita sentirnos interesantes a pesar de ser mayores. Eso se logra
alimentando nuestro espíritu con relaciones interesantes, con lecturas que nos
acompañen en ese proceso de reflexión acerca de nosotras mismas, de nuestros
vínculos, de las múltiples experiencias que la vida nos pone delante. Es un
descanso poder sentirse dueña de sí misma, da una enorme paz interior, no
sufrir la ansiedad de depender de cómo nos ven los demás, gastar nuestra
energía en cuestiones verdaderamente importantes, poder crear y dejar nuestra
huella en otros, una huella que no se deteriore y que sirva para sostenerlos y
ayudarlos a andar por la vida, sentir que nuestra soledad es rica en emociones,
en recuerdos gratos, en amistades que verdaderamente acompañan. Y si tenemos
suerte, puede que también en amores, si tenemos la suerte de vincularnos con
quienes tengan la madurez suficiente como para que les resulte estimulante
pensarse a sí mismos por fuera de los tópicos comunes y superficiales, a
quienes les resulte estimulante interrogarse desde la óptica de un bien hacer y
un bien decir y poder reconocerse con orgullo y sin rubor.
CLAUDIA TRUZZOLI
CLAUDIA TRUZZOLI
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