viernes, 1 de febrero de 2013

EXTRAVÍO DEL SÍ MISMO EN LA PROPIA IMAGEN.


EXTRAVÍO DEL SÍ MISMO EN LA IMAGEN

¿Por qué aumenta cada vez más el número de personas que experimentan un sentimiento de vacío, de tristeza, de pérdida de sentido? Las consultas de los ambulatorios reflejan un aumento de estos estados anímicos a los que se responde indicando una medicación antidepresiva, porque bajo el nombre de depresión han desaparecido todos los matices y diferencias entre distintos tipos de estados de ánimo que en muchas ocasiones son la emoción más acorde a una situación determinada. Por ejemplo, si se muere un ser querido, es normal estar triste y tener necesidad de sentir ese dolor junto con el rescate de los recuerdos que nos ligaban a esa persona y en ese transcurso del tiempo ir lentamente desprendiéndonos de ella y aceptar que ya no está. O si una persona pierde su trabajo y se siente desamparada y sin salida evidente a corto plazo, es normal que esté triste o aún ansiosa o con un ataque de pánico, dependerá de la cuantía que esa falta de dinero le signifique en términos de supervivencia o más levemente en términos de pérdida de poder acceder a una calidad de vida que entonces resulta muy mermada. Un medicamento si bien puede ser muy útil en casos donde esté afectado un funcionamiento cerebral, es contraproducente a la hora de ayudar a una persona a encontrar los recursos que necesita para intentar encontrar una solución o bien, poder acceder a un grado de humildad que le permita reconocerse como valiosa aunque esté desposeída. Una interlocución válida, un saber escuchar, un poder estimular la reflexión acerca de sí mismo y de las situaciones problemáticas no es un medicamento pero puede curar y no tiene efectos secundarios.  Pero desgraciadamente estamos en una época donde se privilegia la rapidez, el adormecimiento, el poner un parche en lugar de intentar aportar soluciones. Si bien no está en nuestras manos cambiar la civilización que nos toca vivir hoy, sí podemos ofrecer algunas reflexiones que tal vez le sirvan a quien pueda desmarcarse de esta loca alienación a la que se nos quiere conducir.

Tomaré un aspecto de la cuestión: la colonización del cuerpo, sobre todo el femenino, a través  de muchos cauces cuyo objetivo último es adecuar la imagen femenina a ciertos prototipos de belleza que suponen una verdadera esclavitud desde el punto de vista estético, cuando no un peligro para la salud o un riesgo peligroso. Colonización del cuerpo al que no están ajenos algunos hombres, aunque en su caso se trata más de acentuar el vigor, la potencia, y no tanto el aspecto estético, aunque también éste va entrando como imperativo a la hora de resultar más seductores. Estas cosas en sí mismas no es que sean nocivas, la que puede resultar nociva es la excesiva dependencia a la propia imagen  en desmérito de reflexionar acerca de sí mismos, acerca de las cuestiones importantes de nuestra vida de relación, de nuestro estar en el mundo.

¿Qué es lo que se pierde por esta exageración y predominio de la imagen en esta mega publicidad que nos envuelve? Se pierde la capacidad de pensar.  La seducción fácil con su promesa de placeres inmediatos reemplaza la convicción en valores que verdaderamente  sostienen. La imagen sustituye al pensamiento, la austeridad y el esfuerzo se desvalorizan frente a la realización inmediata de deseos generados desde una lógica que pretende encontrar en el consumo la solución a todo. Todas sabemos, porque alguna vez lo hemos sufrido, con qué rapidez se extinguen los pretendidos placeres que se esperan al comprar un objeto con la ilusión de cambiar un estado de ánimo triste o combatir momentos de vacío. Una misma puede tratar de convertirse en un objeto de deseo cuando se maquilla para gustar, pero si una se pasara gran parte del día mirándose al espejo, eso  denotaría una dependencia hacia la propia imagen que haría un  cortocircuito con el verdadero lazo afectivo que nos conecta con los demás, nos enriquece y alimenta.

La inquietud que me provocan estas cuestiones me hace preguntarme porqué algunas mujeres –hombres en menor grado- se empeñan desesperadamente en una ciega carrera de modificación de su cuerpo intentando rescatar lo imposible de recuperar si de juventud se trata. Aquí es donde las diferencias culturales entre hombres y mujeres se hacen sentir. Los hombres no siguen una carrera tan extremada para parecer más jóvenes porque teniendo aspecto de maduros –aunque no necesariamente siéndolo- resultan seductores para las jovencitas.   En cambio las mujeres, saben que a los hombres les resulta chocante todo lo que anuncie pérdida, ya sea de juventud, de potencialidades, o bien un acrecentamiento del saber sobre los deseos que mueven a unos y a otras. En síntesis, a los hombres les da miedo la madurez femenina. Las mujeres buscan tanto más desesperadamente cuanto más dependen de un hombre, parecer todo lo más jóvenes que puedan para reafirmarse a través de la mirada masculina que aún son deseables, que aún pueden acceder a los privilegios que tienen las jóvenes. Porque es algo  tristemente comprobado que los hombres valoran más que las mujeres la juventud. Tal es así que cuando ellos hacen nuevas parejas después de un divorcio, generalmente se acoplan con mujeres muy jóvenes. No es que las mujeres no valoremos la juventud, sino que valoramos prioritariamente otras cosas que definen a una persona, por ejemplo, su madurez, su saber hacer, su capacidad de compañerismo. No sucumbimos con facilidad a las trampas de la vanidad en cuanto a necesitar ser idealizadas, podemos soportar las críticas si están hechas de buena fe, porque valoramos aprender de los demás. Todas estas cuestiones son frágiles en los hombres, porque salvo excepciones, están más sujetos a la necesidad de ser idealizados y eso es más fácil que se produzca con una jovencita, que si  no está movida sólo por un interés material de disfrutar de una posición económica solvente que algunos pueden procurar, pueden  idealizarlos otorgándoles un saber sobre la vida, unas metas logradas, una esperanza de aprender para llegar a ser imaginariamente tan fuerte, deseable y poderosa como los imaginan a los maduros. 

Al promocionar en exceso la dependencia a la imagen y al consumo superfluo nuestra sociedad encuentra un recurso que convierte la responsabilidad personal con respecto a nuestra propia vida, el detenerse a reflexionar acerca de ella, en algo indeseable. Pero ¿qué nos estamos perdiendo de esa manera? Justamente lo que no se pierde, a menos que la memoria enferme, que es conocer la riqueza de la experiencia acumulada con los años, el grado de libertad que eso supone, la alegría de poder sentirse a gusto con una misma sin tener que subordinarse a los criterios de otros. Cada persona es un mundo singular y la posibilidad de vivir una madurez no alienada en una carrera hacia lo imposible de evitar, si de vejez se trata, es poder sacarle partido a cada edad con sus características particulares. La juventud es preciosa pero llena de inseguridad, de promesas futuras, de peleas  por lograr los objetivos que se proponen en la vida, de miedos, de vulnerabilidad de la propia imagen frente a los demás, de pruebas continuas, de desafíos. La madurez, por el contrario, sabe. Gracias a la experiencia vivida, una experiencia de lo humano que va más allá de las modas. Aunque la subjetividad de cada época esté marcada  por estilos y costumbres diferentes, algo queda invariable a lo largo de muchas generaciones como para que sea útil beneficiarse de la sabiduría de las cosas del corazón que nos pueden trasmitir las personas mayores.

Tanto los hombres como las mujeres somos sensibles al deseo de gustar. Sin embargo, diferimos en los medios por los que intentamos lograrlo. Los hombres lo intentan haciendo un exhibicionismo de poder a través de la mostración de la posesión de bienes y objetos. Ciertos objetos pueden utilizarse para seducir, por ejemplo, un coche que deslumbra como símbolo de poder, recurso que suelen utilizar mayoritariamente los hombres. Pero no es lo mismo utilizarlo para seducir que utilizarlo como un triunfo exhibicionista del propietario. Por experiencia sabemos que muchas mujeres se sienten celosas del coche del compañero cuando éste lo cuida más que lo que la cuida a ella. Y es bastante triste tener como rival a un coche. Las mujeres intentamos satisfacer la necesidad de gustar a través del cuidado del cuerpo, cuidado que no significa culto, porque el culto al cuerpo silencia la soledad  estéril del narcisismo y la enajenación que supone para una mujer sostenerse sólo de su imagen. Porque ésta es transitoria, cambiante, expuesta al declive y a la pérdida de belleza,  a la vejez, a la decrepitud. A pesar de ello, tal vez por lo ineludible e insoportable de la vejez, aumentan cada vez más las ofertas de cirugía estética, liposucciones para parecer más delgadas pero sobre todo jóvenes, aumentos o disminuciones de mamas, extirpación genital de labios mayores para aparentar un sexo más aniñado, junto con su correspondiente depilación, cirugías estéticas que borran del rostro las arrugas, operaciones de estómago en las obesas para que casi no tengan hambre, ofertas de supresión de la regla para tenerla sólo unas veces al año o bien, parches hormonales para prolongarla indefinidamente sin tener en cuenta que los mismos tienen una incidencia directa en el cáncer de mama. Ir contra la naturaleza es una lotería, pero ahora desde el discurso médico posmoderno se nos quiere hacer creer que la naturaleza no es tan sabia como creíamos y que provocar cambios en ella nos beneficiaría. Los científicos tendrían que apelar a la sensatez porque torres más grandes han caído frente a la soberbia de creer que pueden dominar por entero el mundo natural.

Poder sostenerse de una manera que no provoque un derrumbe psicológico implica una mirada reflexiva hacia sí misma, hacia la sociedad que nos circunda, poder establecer una distancia crítica con las ofertas de una civilización que sólo se ocupa de la imagen y del goce inmediato. Reconocerse a través de los cambios, supone un esfuerzo de simbolización, un trabajo psíquico que balancee logros y pérdidas referidas al propio cuerpo, a nuestros vínculos, a nuestra inevitable finitud, que no será posible sin el acompañamiento de interlocutores válidos que nos reafirmen en esta andadura, con quienes establecer una relación profunda que nos haga sentir importantes y especiales. No es justamente lo que abunda en la manera posmoderna de vincularse, de contactos rápidos y cambiantes que no dejan anclar los afectos que sostienen. Nuestra época se caracteriza por una política de ceguera frente a lo que molesta. Pero las cosas no desaparecen porque no se las quiera ver.   Por mucho que nos estiren la piel, eso no nos librará de la vejez. En cambio si en vez de estirarnos la piel preferimos aceptar la evidencia de nuestra edad, tenemos que tener una compensación que nos permita sentirnos interesantes a pesar de ser mayores. Eso se logra alimentando nuestro espíritu con relaciones interesantes, con lecturas que nos acompañen en ese proceso de reflexión acerca de nosotras mismas, de nuestros vínculos, de las múltiples experiencias que la vida nos pone delante. Es un descanso poder sentirse dueña de sí misma, da una enorme paz interior, no sufrir la ansiedad de depender de cómo nos ven los demás, gastar nuestra energía en cuestiones verdaderamente importantes, poder crear y dejar nuestra huella en otros, una huella que no se deteriore y que sirva para sostenerlos y ayudarlos a andar por la vida, sentir que nuestra soledad es rica en emociones, en recuerdos gratos, en amistades que verdaderamente acompañan. Y si tenemos suerte, puede que también en amores, si tenemos la suerte de vincularnos con quienes tengan la madurez suficiente como para que les resulte estimulante pensarse a sí mismos por fuera de los tópicos comunes y superficiales, a quienes les resulte estimulante interrogarse desde la óptica de un bien hacer y un bien decir y poder reconocerse con orgullo y sin rubor.

CLAUDIA TRUZZOLI






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