DESPEJANDO PREJUICIOS ENTORNO A LAS IDENTIDADES
Las presiones identitarias que empujan a un
binarismo genérico rígido por la polarización extrema y exclusiva de actitudes
y comportamientos asignados a uno y otro género hacen que se produzcan muchas
confusiones y atribuciones falsas de identidad. En el caso de la niña, una
energía muy activa hace que su entorno inmediato le atribuya automáticamente un
desarreglo genérico que se le traslada sin más a una identidad sexual: la
atribución de ser lesbiana, sin dar tiempo a que la propia interesada decida en
función de la espontaneidad de sus deseos si lo es o no. La película Quiero
ser como Beckam nos muestra las presiones que soportaba su
protagonista para que dejara de jugar al fútbol, hecho que hacía que todos supusieran
que ella era lesbiana. Y no lo era. Cuando una niña es muy activa los padres se
inquietan porque no parece responder a lo que se espera de su género. De ahí a
levantar sospechas acerca de su posible desviación de la heterosexualidad hay
un paso. Y eso se trasmite. Y contrariamente a veces se da la gran paradoja,
que consiste en que queriendo evitar la homosexualidad de una hija a toda
costa, la familia imponga restricciones y controles tan exagerados, que el
mismo agobio de la presión a la feminidad, pueda provocar una rebeldía y hacer
de la homosexualidad una opción más interesante por percibirla como un espacio
de libertad más desmarcado de los roles clásicos impuestos por los géneros
tradicionales. También existe el prejuicio de que si una mujer se muestra muy
interesada en el sexo, se le atribuye un rasgo de masculinidad, por confundir
su apertura desinhibida con la urgencia compulsiva de la sexualidad masculina
que tiende a la descarga.
La homofobia es el resultado de esa creciente
socialización que insiste en la división rígida de los géneros con objeto
de controlarlos mejor
socialmente. Sin embargo, esa
rígida división entre géneros que además supone una rígida concepción de la
orientación sexual exclusiva, no se casa bien con las experiencias vividas por
las mujeres que optan por una existencia lesbiana. Muchas de ellas dicen que
como lesbianas son más felices que en sus relaciones anteriores con hombres
porque encuentran en las relaciones entre mujeres cualidades que no encuentran
con ellos, no sólo por la posibilidad de explorar un potencial erótico, que es
mucho más amplio en las mujeres que en los hombres, sino también porque se
liberan de la mascarada opresiva que adoptan muchas veces para no provocar la
rivalidad del compañero y por el temor de dejar de ser deseadas.
Hablando del potencial erótico femenino,
recuerdo la película Felpudo maldito, en la que la
actriz Josianne Balasko, que interpretaba el papel de una butch (camionera),
intenta seducir a Victoria Abril diciéndole “entre nosotras no hay eyaculación precoz”. Otras lesbianas sienten que su atracción por
las mujeres es exclusivamente sexual y que siempre ha sido así, reservándose en
la fantasía la creencia de su heterosexualidad porque aman a los hombres aunque
no se acuesten con ellos. Afirmación que por cierto nos recuerda que amor y
sexo pertenecen a registros diferentes, que el amor tiene que ver con los
ideales, y no necesariamente se articula con la sexualidad. O sea, se puede
amar a alguien del mismo sexo, pero eso no supone siempre un deseo sexual, como
suele asociarse desde el desconocimiento y el prejuicio. Hay mujeres que se
pueden relacionar sexual y afectivamente con hombres y con mujeres, aunque no
es frecuente que lo hagan simultáneamente. Otras reconocen que antes de optar
por una existencia lesbiana han tenido una existencia heterosexual y que sus
experiencias eróticas con los hombres han sido satisfactorias pero que después
de tener una experiencia con una mujer descubrieron otro placer más intenso,
como si compararan un café normal con una droga dura. Otras piensan que después
de relacionarse con mujeres no volverán a relacionarse con hombres y de hecho,
las hay que tienen muchos años de convivencia con su pareja femenina con hijos
de un matrimonio anterior o adoptados por ambas o porque una o las dos se
decide/n por la inseminación artificial. Otras pueden volver a la
heterosexualidad después de algunas experiencias lesbianas.
Esta amplia diversidad de la experiencia
erótica de las mujeres lesbianas no queda bien reflejada en el uso del término
lesbiana, por ser un término homogeneizador que no refleja en absoluto esa
diversidad. Como dice Judith Butler en el texto
citado más arriba, “si yo proclamo ser una lesbiana, yo me hago visible sólo
para producir un closet nuevo y diferente.[…]En efecto, el lugar de la
opacidad es simplemente desplazado: antes no sabías si yo “era”, pero ahora
no sabes lo que eso significa […]. (El subrayado es mío).
Esta diversidad lesbiana casi nunca aparece en
los escritos sobre lesbianas hechos por hombres que parecen preferir una
descripción del lesbianismo más cercana a la perversión. Es notorio, como
muchos hombres cuando escriben sobre mujeres proyectan su propia experiencia
subjetiva creyendo que corresponde a las mujeres. En el caso del supuesto
placer masoquista que se supone en todos los casos de mujeres maltratadas
tenemos otro ejemplo de semejante proyección masculina. Es patético que una
novela como El pozo de la soledad
de Radclyffe Hall, la primera novela sobre lesbianismo, haya
convertido a su personaje que además tenía nombre masculino, Stephen Gordon, en
un arquetipo de la lesbiana. La idea de una lesbiana femenina era impensable
primero porque se suponía que la homosexualidad femenina era producto de una
inversión sexual –según la terminología médica de la época de Krafft-Ebing y
Havelock Ellis- debida a una cuestión
congénita. Las compañeras de estas “invertidas” eran consideradas víctimas
inocentes que habían sido seducidas por la perfidia de estas mujeres
“perversas”. Recuerden la película Las
Bostonianas, como ejemplo, donde a una pareja constituida según ese
prototipo ideológico, sólo le queda el recurso salvador de un hombre que la
rescate de ese vínculo, que es el final que nos propone esa película, el mismo
desenlace que nos propone la novela de
Radclyffe Hall, donde la femme termina abandonándola por un hombre.
Irónicamente, la compañera real de Radclyffe Hall, Uma Troubridge, no volvió a
la heterosexualidad cuando Radclyffe Hall se enamoró de otra siendo bastante
mayor. Frente a la lesbiana femme los
hombres hetero suelen tener una reacción ambivalente cuando descubren su
lesbianismo, desconcierto o rabia por sentirse engañados, inquietos por
preguntarse porqué les atrajo una lesbiana, o también esperanza de
“reconvertirla” por el semblante de feminidad que muestra. Mientras que con la
lesbiana butch su reacción es más sencilla. La pluma que se le nota los
acerca más a una complicidad genérica porque la sienten más “hombre”, mientras
eso no interfiera en una rivalidad por otra mujer.
El feminismo radical cambió la concepción del
lesbianismo pensado como virilidad femenina para concebirlo como una
identificación con las mujeres. El tropo de la inversión, alma de mujer
atrapada en un cuerpo de hombre y al revés, es un argumento en el que apoyan
los/as transgénero y los/as transexuales, fundamentalmente y también por los
homosexuales que ofrecen tropos de género contrapuestos, por ejemplo, los
chicos llamados afeminados o las chicas llamadas marimachos o camioneras. Christopher
Craft en Kiss Me with Those Red Lips (citado
por Eve Kosofsky Sedgwick en Epistemología del Closet (en
Grafías de Eros, Historia, género e identidades sexuales,
Edelp, 2000), dice
Uno de los
impulsos fundamentales de este tropos es la preservación de una heterosexualidad en el deseo mismo, a
través de una interpretación singular del deseo de las personas. El deseo en
esta perspectiva, subsiste por definición en la corriente que corre entre un ser macho y un ser hembra, cualquiera sea el sexo de
los cuerpos en que esos seres podrían
manifestarse.
Es interesante comprobar que tanto el argumento
de la prisión corporal en la que están atrapados los/as transgénero y los/as
transexuales, como la invocación de un ser macho y un ser hembra que podría
manifestarse en cualquier cuerpo independientemente de su sexo anatómico,
comparten en común cierta idea de intercambio genérico opuesto, o sea, hetero,
en la consideración de sus relaciones. El transgénero (de hombre a mujer)
cuando se empareja o busca flirts ocasionales con hombres, jamás admitiría que
pudiera ser gay. Sin embargo, en un programa emitido en TV2, Cuerpos
desobedientes, Olga Cambasani, una transexual,
afirmaba que según estadísticas que se habían realizado en la Fundación para la Identidad de Género, en
la que trabaja, constataban que alrededor del 30% de las transexuales son
lesbianas. Interesante observación porque implica que la identidad de género femenina
no se corresponde necesariamente con una identidad heterosexual. Ella misma es
un ejemplo de ello. Hacer semejante transformación de su cuerpo en lo real para
adaptarlo a su imaginario de género, no varía su inclinación sexual por las
mujeres. Aunque mi por lo que mi propia experiencia me enseñó con el
tratamiento del colectivo transexual es que esas relaciones en las que se
autorizan a llamar lesbianas, las prefieren en realidad fundamentalmente con el
colectivo trans. O sea, con otros sujetos que también han hecho la transición
de Hombre a Mujer, o bien, con quienes han hecho la transición de Mujer a
Hombre. La impresión subjetiva que trasmiten es que es otra dimensión de la
sensibilidad. No dicen lo mismo si se emparejan con mujeres biológicas, tal vez
porque se sienten menos comprendidos/as. Estas experiencias nos hacen recordar
algo que normalmente olvidamos cuando hablamos de identidades sexuales, un
presunto saber que como psicoanalistas nos cuestiona y nos recuerda que en
cuestiones de sexo somos todos un poco sextranjeros.
CLAUDIA TRUZZOLI
Parte de una
ponencia expuesta en las Jornadas de Treinta años de feminismo en Cataluña. Año
2006.
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