Brillante obra teatral cuya autora, Kathrine
Kressmann Taylor nos muestra de una manera sorprendente y desgarradora, como el
ser humano es capaz de transformarse mostrando lo peor de sí mismo si las
circunstancias lo empujan a ello. El argumento se basa en la gran amistad que unía a dos hombres, Martin y Max, que además de ser muy buenos amigos son socios de un negocio de pinturas en San Francisco, California. Martín, de descendencia alemana, un librepensador, vuelve a Alemania en 1932, época en la que se inician los movimientos políticos que darán lugar al surgimiento del nazismo. Max, que es un judío rico, se queda en Estados Unidos para hacerse cargo del negocio. Pero ambos deciden seguirse comunicando mediante las cartas en las que comparten noticias del negocio, de sus familias y los asuntos políticos de sus países. Gracias a ellas
sabemos de la frescura y calidez de la amistad que los unía, pero progresivamente asistimos
atónitos al progresivo y destructivo
deterioro de ese vínculo. Dan vida a los personajes Lluis Homar en el papel de
Martín Schulse y Eduard Fernández en el papel de Max Eisenstein.
En Alemania, agobiada por una inflación económica
que dejaba al país sin esperanza, consecuencia de las excesivas deudas que el
Tratado de Versalles le impuso por su derrota en la segunda guerra mundial, surge
un líder con una gran capacidad oratoria que trasmite ilusión, fuerza, una
creencia orgullosa de pertenecer a una raza privilegiada, factores que
aglutinados, hicieron posible el nacimiento del nazismo. Asistimos a la
evidencia de la seducción creciente que los ideales hitlerianos ejercen sobre Martín,
que se refleja progresivamente en las cartas a su amigo, quien no sale de su
sorpresa de ver como su amigo que siempre se consideró un liberal, se adhiere a
los principios despóticos e irracionales de Hitler. Max es judío y preocupado
le pide a su amigo que lo tranquilice por las noticias que llegan a Estados
Unidos acerca de la persecución, las limitaciones y las prohibiciones que
afectan a los judíos en Alemania. Su amigo al principio lo desmiente pero
progresivamente empieza a justificar esos hechos hasta el punto de llegar en
cartas posteriores a decirle que los judíos son una lacra que hay que exterminar
y que si bien, tal vez sea doloroso, -lo que se llamaría eufemísticamente daños colaterales en un lenguaje actual-, no hay que perder de vista el objetivo
final, que es lograr devolver al ser alemás el orgullo perdido y el resurgir de su nación. Esa
transformación de Martín va acompañada en escena de un cambio de estilo
corporal y de vestuario. En sus cartas también le habla a su amigo del ascenso
social que tienen tanto él como su familia gracias a los contactos con
personalidades del entorno nazi. De una informalidad relajada pasa
progresivamente a una manera más formal de vestir y a una mayor rigidez corporal. Tan
cruel es el cambio que llega a decirle a su amigo que él lo quiso siempre no
por ser judío sino a pesar de serlo. Max no puede creer que sea su amigo quien
habla y le escribe diciéndole que está seguro de que algún tipo de censura hace
que él hable en esos términos, Le pide que si es así, solo le diga “si” en su
próxima carta. Sin embargo, su amigo le contesta “no” seguido de
justificaciones que avalan su nueva manera de pensar. Max está destrozado, pero ejecuta sutilmente su venganza, porque si él creía que había censura, lo que le pide, deja en evidencia frente a los censores, el vículo que los unía. A medida que van
empeorando las circunstancias para los judíos en Alemania, una hermana de Max,
que es actriz, tiene que escapar de una función donde actuaba porque alguien
del público la desenmascaró como judía y ella con orgullo no lo desmintió. Max le
pide a su amigo que la proteja en nombre
del cariño que lo unía a su hermana, dado que en otra época Martín y ella habían tenido una
relación íntima –secreta, porque Martín era casado-. Max supone que ella al
escapar de Alemania va a ir a Viena a casa de Martín, suposición que resultó
cierta, pero cuando ella se presenta en su casa, había una reunión de las fuerzas de asalto cercanas al lugar y
Martín le pide que se vaya. Cuando huye, la descubren y la matan. Hecho que le
comunica a Max con toda crueldad. Éste limita su intercambio con su amigo a
la comunicación de los beneficios económicos de las ventas de las obras de arte del negocio que compartían. Pero las circunstancias cambian para Martín. Poco a poco van perdiendo
los privilegios que tenían tanto él como su familia y se lo ve en escena
derrotado y rencoroso con Max a quien culpa de su caída en desgracia por las
cartas que le ha enviado y lo más sorprendente es que le dice que cómo ha
podido hacerle eso siendo su amigo. Ciego de poder como estaba, olvida que
despreció a Max por algo que jamás hubiera podido cambiar, su condición de
judío y la muerte de su hermana a quien no protegió por no arriesgarse él a perder sus privilegios.
Lo sobrecogedor de esta obra, más allá del drama
humano particular que se representa en ella, es la pregunta que nos surge
cuando vemos hasta qué punto es capaz de transformarse un ser humano cuando cae
preso de ideales de omnipotencia tales como los que el nazismo propiciaba con
sus mensajes orgullos de pertenecer a una raza superior, -lo que justificaba
sus políticas raciales de prohibición de uniones con judíos-, y su matanza
posterior en los campos de la muerte. La pregunta es como es posible que seres
inteligentes, librepensadores, bajo circunstancias determinadas degraden el
ideal del yo hasta el punto de colocarse en el yo ideal omnipotente del
narcisismo infantil, mientras otros bajo las mismas circunstancias mantienen su
dignidad y la responsabilidad hacia sus propios actos. Esta última elección es
una opción ética que necesita una gran dosis de coraje. Recuerdo a propósito de
estas reflexiones un comentario de Hanna Arendt acerca del juicio de Eichmann
en Jerusalem, “comprender no es perdonar”. Y razón tiene. Cada uno es responsable de sus elecciones.
CLAUDIA
TRUZZOLI
10 de mayo
2014
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