jueves, 20 de diciembre de 2012

DEL CUERPO DEL DOLOR AL CUERPO DE LA ALEGRÍA

DEL CUERPO DEL DOLOR AL CUERPO DE LA ALEGRÍA

Mi experiencia de trabajo con grupos de mujeres me permite escuchar sus sentimientos y sus creencias más arraigadas así como sus ilusiones, sus decepciones y sus expectativas. Debido a una larga tradición racionalista, está muy difundida la creencia en que todas las dificultades que nos suceden, todos nuestros conflictos y  frustraciones, se solucionan con una firme decisión voluntariosa de no pensar en ellos y reemplazarlos por pensamientos más positivos. Estas ideas están muy arraigadas en las creencias populares que aún perduran. Pero si bien la voluntad es necesaria para hacer frente a procesos dolorosos como un duelo por ejemplo, -poner algo de nuestra parte con el fin de no quedar presos de la melancolía-, tiene su límite de operatividad para hacer frente a un deseo perturbador. En ese caso, la voluntad es impotente porque los deseos no son domesticables y en consecuencia, no se pueden eliminar de nuestro espacio interior. Si no se satisfacen dejan su marca de dolor en nuestro cuerpo a través de múltiples manifestaciones cuya causa hay que buscar en esos intentos de sofocación de aquello que nos perturba y de lo cual no queremos saber sostenidos por la ilusión de creer que aquello en lo que no queremos pensar podemos eliminarlo de nuestras preocupaciones. Nada más erróneo que creer que eso es posible.

Ilustrar esto con ejemplos de lo que dicen algunas mujeres que por su situación familiar formal podría sorprender puede ser útil para aclarar estas ideas. Una mujer casada con tres hijos manifestó al principio del trabajo de grupo que ella era feliz, que se sentía orgullosa de haber educado a sus hijos en la igualdad. No mencionó su vínculo con el marido. Luego cuando las demás fueron sincerándose con sus frustraciones, resultó que ese estado de felicidad mencionado antes tenía sus fisuras, uno de sus hijos resultó ser muy machista, una de sus hijas anoréxica y depresiva, ella misma sufría de fibromialgia desde hacía años. Otra mujer muy formal y elegante, cuya edad pasaba de la cincuentena, expuso con algo de rubor que se había enamorado como una loca de un hombre, pero que sufría un gran conflicto porque éste le decía que no quería comprometerse y que también quería salir con otras. Su lucha interior consistía en no saber si tenía que dejarse llevar por su imperiosa atracción hacia él o hacer caso a su razón que le decía que iba a sufrir mucho de celos –justificados, por cierto- con él. En el caso de la primera mujer mencionada, la pregunta es porqué quería dar una imagen de felicidad y plenitud cuando su vida real estaba bastante desgarrada. El pudor frente a la imagen que una mujer quiere dar de si misma y de su vida no deja de estar condicionado por unos ideales culturales que parecen exigirnos como personas ser siempre plenas, fuertes, poderosas, invulnerables, porque lo contrario se asocia a debilidad y queda desvalorizado. Cuando esta mujer comprobó que otras no tenían reparos en hablar de sus dificultades, se sintió más libre de ser sincera. En el caso de la segunda mujer mencionada, su ilusión adolescente de encontrar en el amor de un hombre la llave de su plenitud total está intocada, pero su sano sentido de protección hacia sí misma le advierte que corre peligro con un hombre que le promete tan poco. Si ella pudiera no ser tan absolutista en lo que busca del amor y tener un vínculo más ligero y alegre sin esperar grandes cosas, posiblemente tendría una ocasión de disfrutar de momentos divertidos y dedicar el resto de su tiempo a dirigir su atención placentera a otros campos, amistades, aficiones, hobbys, gustos varios. Son maneras muy sanas de sostenerse y deberían ser enseñanzas a tener en cuenta siempre, más allá de que una mujer tenga pareja estable o no la tenga. Me sorprende encontrar mujeres divorciadas, separadas, algunas jubiladas, de edades que oscilan entre los cincuenta y los sesenta años que aún esperan que un amor les llene todos los anhelos de su vida, anhelo imposible que les deja en su cuerpo las marcas del dolor. 

Una mujer no está sola porque no tiene una pareja, está sola cuando no puede dejar de mantener viva la esperanza de encontrar un vínculo íntimo que por sí solo, le llene la vida. Una mujer está sola cuando no puede diversificar sus fuentes de placer, fuentes que son necesarias para el bienestar psíquico, emocional y corporal. Eso supone un aprendizaje que lleva muchos años de reflexión y de lectura de las experiencias frustrantes que nos van enseñando lo que podemos esperar de los demás y lo que no y nos preparan subjetivamente para que la caída de los ideales románticos no signifique una bancarrota emocional que nos sumerja en una depresión profunda. Anclarse en la realidad supone siempre una cierta renuncia al placer, pero esa renuncia tiene que tener un límite si no queremos enfermarnos. Nuestro cuerpo acusa recibo de las frustraciones, de la rabia, del dolor, de la impotencia de no ser escuchados por quienes más nos importan, por no escuchar lo que nuestros sentimientos nos reclaman atender. Podemos pasar por la vida creyendo que tenemos un tiempo eterno para vivirla y eso nos puede hacer desaprovechar muchas oportunidades de alegría y satisfacción empeñados en una postergación de nuestros anhelos más profundos en aras de una lucha por la seguridad que nos obliga a postergar para más adelante aquello que deseamos vivir hoy. Seguridad afectiva de los que quieren garantías antes de comprometerse sin darse cuenta que nunca hay garantías. Toda experiencia de contacto con los demás supone un riesgo y las personas más vitales lo asumen mejor. Otras en cambio, quedan presas de un anhelo de seguridad que las lleva a establecer alianzas que les aseguren o bien una cobertura material de bienes o bien una seguridad afectiva aunque el deseo no se haga presente. ¡Qué amarga experiencia de vida la de aquellas mujeres que empeñaron su vida en dedicarse a sostener a los suyos prescindiendo de escucharse a sí mismas por no sentirse autorizadas a hacerlo y que llegada la ocasión de tener más libertades porque los hijos ya no están en el hogar familiar, sienten que han perdido las oportunidades de vivir aquello que más hubieran deseado!

 La vida nos expone a obligaciones a las que hay que saber poner límites tanto en lo que nos privamos como en lo que concedemos porque el sufrimiento deja marcas en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu. La ilusión es una herramienta imprescindible para sostener nuestra vida. El trabajo es un poderoso instrumento que nos pone en contacto con la realidad, pero no siempre es satisfactorio. A veces incluso no se tiene. Entonces es cuando la realidad nos obliga a buscar compensaciones placenteras que nos den la oportunidad de abrir un hueco a la esperanza. La familia es  un lugar donde se puede encontrar refugio pero también es un lugar que impone muchas privaciones de deseos propios por tener que atender a los hijos y el deseo de una vida más ligera y placentera  queda postergado. En tiempos de privaciones la necesidad se impone y el deseo sufre de inanición. Cuanto mayor es la necesidad mayor es el riesgo de establecer relaciones que no nos gustan simplemente porque la soledad se hace insoportable, pero necesidad y deseo no son la misma cosa. La vida emocional para ser sana debe ser atendida en tres pilares fundamentales: el trabajo, la salud y la vida afectiva. Cuando falla alguno de los tres, se desequilibra el resto. Conocemos por nuestra experiencia clínica las adicciones al trabajo para no encontrarnos con el vacío, también las adicciones al amor por la misma causa. Las agresividades que se desatan por las frustraciones, que pueden dirigirse hacia los que tenemos más cerca o hacia nosotras mismas. Y quien aguanta el tipo es el cuerpo del dolor.   

Venimos al mundo desprotegidos y necesitados de amor y sin embargo, la civilización nos impone una serie de ideales muy contradictorios que hacen mucho daño sentimental: por un lado la insistencia en el amor romántico que se canta en todas las canciones de amor, los cuentos infantiles, las novelas, nos hace sentir que somos vulnerables, desprotegidos, necesitados de un amor que llene todos nuestros anhelos más profundos, y por otro lado, nos ofrece ideales de fuerza, de poder, de desprecio de la vulnerabilidad porque se asocia a debilidad, y  condiciona a que no mostremos nuestras necesidades, que no hablemos de nuestras flaquezas, que no demos apariencia de sufrir o de necesitar de nadie. Llama irónicamente la atención que en el cine americano cuando vemos alguna escena dramática donde un protagonista ha sufrido un ataque agresivo sea físico o moral, la pregunta es ¿estás bien? aunque sea evidente que está muy mal. ¿Cómo se puede convivir con esas contradicciones sin pagar un penoso malestar? 

Muchas personas temerosas de la vida buscan afanosamente la seguridad e intentan obtenerla a través del acopio de dinero, el ahorro y la acumulación de bienes pensando que así se sentirán protegidos en la vejez. Pero esa preocupación excesiva proyectada al futuro, exige no vivir el presente, negándose a experiencias placenteras y necesarias para que nuestro paso por la existencia tenga más calor y color. La búsqueda de garantías de seguridad es una pretensión que puede hacerse peligrosa porque nunca existen garantías. Un trabajo excesivo puede suponer un nivel de estrés tan considerable que nos puede llevar al infarto, una renuncia demasiado costosa a aquellos deseos que nos hacen sentir vivos/as puede suponer enfermar de muchas maneras nuestra mente y nuestro cuerpo, crisis de asma, úlceras gástricas, problemas de colon irritable, problemas de piel, ataques de pánico, depresiones, crisis de ansiedad, son sólo algunas de las manifestaciones por donde el cuerpo habla de lo que nosotros quisiéramos hacer callar. Cuando no, la irrupción de un accidente mortal o invalidante, o una enfermedad que fija a nuestra vida fecha de pronta caducidad. Estas cosas hay que tenerlas en cuenta para poder encontrar un límite sensato entre el sacrificio necesario de deseos más  placenteros para obtener los medios de mantener nuestra existencia y el lugar que tenemos que darle a esos deseos para no enfermarnos o no andar por la vida como muertos/as.

El deseo es un poderoso motor de vida. Entendido en sentido amplio, incluye todos aquellos anhelos y deseos de realización que nos hacen sentir vivos, ya sea en el plano profesional o en el sentimental o sexual. Nuestra intimidad no puede estar desasistida si quiere ser saludable.  Necesita ser satisfecha en diversos aspectos que incluyen la necesidad de reconocimiento, la gratitud, el calor de la amistad, el amor, la sexualidad, para mencionar los más íntimos, pero también un reconocimiento social, una proyección de nuestras potencialidades, la realización de nuestras ambiciones. Para una mujer el hacerse cargo de la esfera íntima del hogar, intendencia de la casa, velar por la educación y desarrollo de los hijos y convertirse en el sostén emocional de toda la familia, le exige a cambio renunciar a deseos más propios que no incluyan el ser para otros, una renuncia a la realización personal en el trabajo remunerado, a la independencia económica, obligándola a ser más dependiente de otros. A las mujeres se nos exige más el sacrificio de estar al cuidado de los demás sin preguntarnos qué coste tiene eso para todas y todos los que nos rodean. ¿Qué consecuencias tienen estas cuestiones en aquellas mujeres que responden a esas exigencias?  Pagan esas renuncias con el cuerpo del dolor, depresiones que no encuentran palabras que las expliquen, malestares psicosomáticos para los que no encuentran motivos que los justifiquen, conductas destructivas hacia sí mismas por dirigir el odio hacia su propia persona. Las que intentan desarrollar sus ambiciones como lo hacen los hombres también pagan sus frustraciones como la pagan ellos, con excesos estresantes que en su límite les pueden llevar al infarto.  

¿Cómo podemos pasar del cuerpo del dolor al cuerpo de la alegría? Eros es un importante instrumento civilizador y un antídoto para la tristeza. Eros consiste en deseos profundos que nos dan fuerzas para luchar en la vida y por la vida, por nuestros intereses más queridos, para cuidar a aquellos a quienes amamos, para cuidarnos a nosotras/os mismas/os. El derecho a la sexualidad como un medio privilegiado de acceder a la intimidad es del orden de lo humano, sólo por cegueras culturales es permitido a los hombres y censurado en las mujeres.  Si pudiéramos abrir nuestro espíritu a lo que verdaderamente deseamos nuestro cuerpo recibiría el cuidado que merece y lo haría notar en todos sus poros. De hecho, cuando eso sucede nuestro aspecto cambia, no por intervenciones externas que le aporten juventud artificial, sino porque nuestra mirada brilla, nuestra piel se hace más suave, nuestro andar más ligero, nuestra salud mejora, recuperamos ilusión, confianza en nuestras potencialidades para vivir una vida más plena y así lo trasmitimos a los demás ofreciendo una cuota de esperanza con la que queremos expresar que otra vida es posible. Pero se necesita valor porque todo esto no es justamente lo que nos enseña una cultura que nos exige fundamentalmente sacrificio por las contradicciones absurdas en la que nos coloca con sus exigencias imposibles, que sólo nos generan tristeza y sensación de inutilidad. Un mensaje que recibí el otro día, auguraba para este año que comienza una nota de esperanza en todas sus frases. Me permito reproducir algunas de ellas porque ayudan a crear y fortalecer el cuerpo de la alegría: más besos que bofetadas, más poesía y menos discursos, más sexo que castidad, más sueños que pesadillas, más riqueza y menos dinero, más justicia y menos juicios, más libros y menos periódicos, más hombres y menos machos, más mujeres y menos sumisas. Con mis mejores deseos que cada una de estas ideas prenda en nuestras emociones. Nuestro cuerpo y nuestra salud mental nos darán las gracias.

CLAUDIA TRUZZOLI
Psicóloga y psicoanalista. Ex presidenta de la sección Mujeres del Colegio de Psicólogos de Cataluña.
Pertenece a la Redcaps de profesionales de la salud.
Autora de El sexo bajo sospecha y otros textos especializados. 

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