RELACIONES SOLIDARIAS O RELACIONES COOL
Todas las
personas, a pesar de constatar en nuestra vida cotidiana, qué vulnerables
podemos ser en determinadas ocasiones, qué necesidad de cariño, afecto,
cordialidad, amor, necesitamos, pareciera que es una actitud difundida en nuestra
vida pública trasmitir lo contrario, donde con mayor frecuencia hacemos gala de
unas maneras individualistas, de una negación
de aquello que nos haría falta, víctimas
de la ilusión de ser nuestros propios gestores autosuficientes. Ilusión por otra
parte, fomentada por los mensajes que recibimos, que se dirigen a despistarnos
de nuestras verdaderas necesidades y deseos para llevarnos a consumir objetos,
que engañosamente llevan implícita una promesa de felicidad al adquirirlos. De
nuestro ser a nuestro tener se pretende desplazar nuestras necesidades. Cualquiera
que haya intentado comprarse algo en un
estado de tristeza o en un momento de vacío dolorosamente insoportable, habrá
comprobado qué poco tiempo duran esas promesas de satisfacción cuando se
intenta cubrir nuestras carencias con objetos varios. Ninguno de ellos nos
protegerá del dolor de las necesidades insatisfechas y ninguno de ellos será
capaz de erradicar las más elementales necesidades de comunicación con nuestros
semejantes.
Si bien no
somos una tabla rasa donde la cultura escribe sus mandatos sin más, es verdad
que las subjetividades cambian cuando los hechos sociales determinan
situaciones que nos afectan en lo más cotidiano de nuestras vidas. En estos
momentos donde la vida precaria afecta a más personas de lo que sería deseable,
resultado de una tiranía canalla del mercado, se producen dos tipos de fenómenos:
por una parte, redes sociales de solidaridad que aportan soluciones precarias
pero bienvenidas a gentes que sufren de una gran precariedad, acciones que
intentan ofrecer una contención mínima y urgente a un tremendo desvalimiento
producto de la enorme injusticia que amparada en la excusa de la crisis deja
sin recursos a una gran cantidad de población. Pero por otra parte, existe una
minoría que se enriquece en este contexto y una depauperizada clase media que
siempre fluctúa entre colocarse en el lugar de los poderosos o de los
desvalidos según los acontecimientos que afecten a su propia economía. De esta
clase es de la que quiero ocuparme, sobre todo de sus actitudes que se traducen
en
un aumento de la insolidaridad y del egoísmo que paradojalmente no se dirige a
las necesidades de supervivencia sino a
un aumento del deseo de objetos que simbólicamente den una sensación de poder,
de estatus, como buscando en ellos una satisfacción que hace un cortocircuito
con el verdadero lazo social. La falta de calor con los demás, de buenas
maneras, de amabilidad, es notoria. Estamos viviendo unos tiempos donde parece
reinar como costumbre una indiferencia generalizada, una anestesia social que invade todos
nuestros contactos con los demás. Saludamos sin recibir respuesta en muchas
ocasiones, nos atropellan y nos quedamos esperando una disculpa que no llega,
tenemos una gentileza con alguien o les hacemos un favor y la palabra gracias
brilla por su ausencia. Esas actitudes ásperas y egocéntricas, contribuyen a acrecentar
un espacio común hostil que entorpece las relaciones sociales y aumenta la
soledad. Si falta amabilidad, cortesía, en el trato social, nos queda el
refugio en la intimidad, pero desprovisto de alegría y susceptible de buscar
compensación en contactos instantáneos, ilusorios y múltiples, como los que
permiten las redes en Internet. Esas suplencias a los verdaderos lazos sociales
actúan como los síntomas, satisfacen algo y privan de algo a la vez. Pero es verdad que debilitan nuestros recursos
para las relaciones reales, que siempre exigirán de nosotros un trabajo de
adaptación, de pactar con diferencias, de renunciar a un ideal relacional elaborado
en función de nuestros deseos y esperar que los otros encajen perfectamente en él.
Si pudiésemos lograrlo, seríamos más amables en el trato social.
Cuando voy
en el metro o en el autobús, me dedico a mirar las expresiones de la gente y
con mayor frecuencia de lo deseable no encuentro en sus rostros las marcas de
la sonrisa, más bien encuentro las arrugas
que dan testimonio de sus amarguras. Miradas vacías de vitalidad, temerosas,
sufrientes y sobre todo, expresivas de una profunda soledad donde pareciera que
no queda ni un asidero donde evitar el naufragio de las ilusiones. En cuanto a
la gente joven, es frecuente verla ensimismada en sus castillos autónomos, con
los auriculares en sus oídos escuchando sus músicas y aislándose del resto de
la humanidad de manera habitual. Una niña, en las pocas ocasiones en que yo
misma tenía unos auriculares puestos mientras esperaba un autobús, se me acercó
y gritándome me dijo “así no me escuchas”. Es increíble como una niña pequeña
puede ser de manera espontánea la mejor crítica de nuestras costumbres. Me
conmovió y hasta me avergonzó haberme olvidado de que los niños pueden sentirse
más indefensos que nadie en un mundo que expresa de manera muy evidente su
individualismo con actitudes tan notorias de aislamiento. Le sonreí y le pedí
disculpas, prometiéndole que no los usaría más que cuando estuviera sola en
casa, así podría ayudarla si me
necesitaba. Ella me miró de una manera rara, tal vez porque no estaba
acostumbrada a que le dieran explicaciones amables, sino que probablemente obtuviera
un silencio hosco o una respuesta agresiva. Tenemos que recuperar un mundo más
cálido, sería una buena manera de combatir la indiferencia que se ha colado
como valor predominante en las relaciones sociales donde ser cool pareciera dar el toque elegante de
distinción que marca la diferencia.
Una
suspensión de la actitud amable tiene como efecto una sensación de soledad
aumentada y un repliegue espontáneo de nuestro buen talante que se reserva a un
círculo cada vez más reducido de personas. Tal actitud genera una exclusión creciente
de los que no forman parte de nuestros allegados con el efecto desagradable y
poco saludable de pérdida de la disponibilidad afectuosa que es la base de la
amabilidad. La consecuencia de esa falta de amabilidad genera una vivencia de
los semejantes como hostiles, que mueve a defenderse con la evitación fría o
con una actitud agresiva. Las actitudes fóbicas hacia los demás se potencian de
ese modo. Es más fácil seguir la corriente del aislamiento, aunque no lo más
sano en este caso, ya que lo más sano sería no esperar que el mundo cambie,
sino ser agentes activos para lograr aquello que nos gustaría cambiar, tratar a
los demás como nos gustaría ser tratados y no esperar que el mundo se muestre
amable para corresponderle con un buen trato. Cambiar nuestra manera de
posicionarnos frente a los otros, muchas veces cambia la respuesta que
recibimos de ellos, aunque no siempre, pero aún así, la falta de amabilidad
deberíamos achacarla a dificultades propias de quien no puede serlo, más que
acusar recibo del rechazo comunicacional que falsamente podría afectar nuestra
propia valoración de nosotros mismos.
Cuando se
trata de comunicarnos con otros también surgen las dificultades propias de la
interpretación que hacemos de sus actos o sus decires. Los hechos nunca son
hechos incontrovertibles, sino que siempre son susceptibles de ser
interpretados de distintas maneras y eso siembra el germen de todos los
malentendidos que generan displacer. El problema de la interpretación es que se
mueve a un nivel puramente imaginario que depende de nuestras propias creencias
y fantasías, no de lo dicho o actuado por los demás. Mucha gente convierte lo que
supone en certeza. Y reacciona movida por esa certeza, si bien no se percata
que eso incluye el riesgo de equivocarse en lo que interpreta de los demás,
cuyas acciones pueden tener un sentido diferente al que les atribuye nuestra
propia imaginación. Y así se van edificando muros de incomunicación que
resultan nefastos para crear cercanía. Basar nuestro juicio en las palabras
dichas por los otros, sería un buen remedio para escapar de la atribución de
sentido que damos que puede ir más allá y no pertenecer a su realidad.
Una
relación real con el otro nos pone a prueba ejercitando nuestra paciencia, nos
da trabajo. Y aunque eso nos enriquece porque potencia nuestros recursos
adaptativos, mucha gente prefiere la soledad narcisista donde poder fabricar un
mundo a su medida, haciéndolo habitable con unas personas a las que viste con
los ropajes que su imaginación le dicta en función de sus propios anhelos. La
era de Internet permite una dispersión, facilidad, anonimato e inmediatez que
se limita ser una suplencia de nuestros encuentros reales con los demás,
dejándonos debilitados a la hora de afrontar nuestra soledad. Y la promesa de
un contacto ilusorio funciona como espejismo de una compañía que pocas veces es
tal. El uso intensivo que hacen de las redes sociales quienes buscan cariño,
sexo, cordialidad, amistad, sería menor si nuestro mundo social ofreciera más amabilidad.
CLAUDIA TRUZZOLI
Psicóloga y psicoanalista.
c.truzzoli@gmail.com
Ampliación de mi artículo Recuperar la amabilidad publicado en Mente Sana nº 80.
No hay comentarios:
Publicar un comentario