domingo, 23 de junio de 2013

MISTERIOSA TERNURA (poesía)



MISTERIOSA TERNURA
Cuando tu recuerdo
le roba a mi sueño madrugadas
convirtiendo las noches 
en antesala de fantasmas,
cuando un hambre de niñez 
me sobrecoge
vistiendo mis sueños
con tu calidez familiar
y natural cercanía,
cuando este desvarío
que mi soledad anida
te anhela como isla
que me salvara del naufragio,
me pregunto
por qué mi amor 
se vuelve tan voraz
con tu abandono
y por qué resiste, a mi pesar,
tan invencible mi ternura.

CLAUDIA TRUZZOLI


NAVEGANDO EN AGUAS EXTRANJERAS (poesía)

NAVEGANDO EN AGUAS EXTRANJERAS

Qué tristeza sin fin,
qué amargo sentimiento
volver a ese nido vacío
que algún día fue vuestro,
volver donde lo has perdido
sin saber si aún eres la que eras
o eres otra que no quieres,
si un hondo sentir nuevo
te aleja de su recuerdo
navegando en aguas extranjeras
como a la deriva y sin saber
a quien le perteneces. 
Los besos nuevos que te llegan
no te salvan,
ni las caricias te erizan la piel
como quisieras,
ni están en este ramo como dices,
las flores que prefieres.
pero soy yo quien está 
contigo y viva
en esta soledad de madrugadas
sintiéndote y sintiéndome,
dejándonos llevar
por este lazo incierto,
mientras espero
que el tiempo encuentre
la palabra que lo nombre.
 
CLAUDIA TRUZZOLI

RELACIONES SOLIDARIAS O RELACIONES COOL

RELACIONES SOLIDARIAS O RELACIONES COOL

Todas las personas, a pesar de constatar en nuestra vida cotidiana, qué vulnerables podemos ser en determinadas ocasiones, qué necesidad de cariño, afecto, cordialidad, amor, necesitamos, pareciera que es una actitud difundida en nuestra vida pública trasmitir lo contrario, donde con mayor frecuencia hacemos gala de unas maneras individualistas,  de una negación de  aquello que nos haría falta, víctimas de la ilusión de ser nuestros propios gestores autosuficientes. Ilusión por otra parte, fomentada por los mensajes que recibimos, que se dirigen a despistarnos de nuestras verdaderas necesidades y deseos para llevarnos a consumir objetos, que engañosamente llevan implícita una promesa de felicidad al adquirirlos. De nuestro ser a nuestro tener se pretende desplazar nuestras necesidades. Cualquiera que haya intentado  comprarse algo en un estado de tristeza o en un momento de vacío dolorosamente insoportable, habrá comprobado qué poco tiempo duran esas promesas de satisfacción cuando se intenta cubrir nuestras carencias con objetos varios. Ninguno de ellos nos protegerá del dolor de las necesidades insatisfechas y ninguno de ellos será capaz de erradicar las más elementales necesidades de comunicación con nuestros semejantes.

Si bien no somos una tabla rasa donde la cultura escribe sus mandatos sin más, es verdad que las subjetividades cambian cuando los hechos sociales determinan situaciones que nos afectan en lo más cotidiano de nuestras vidas. En estos momentos donde la vida precaria afecta a más personas de lo que sería deseable, resultado de una tiranía canalla del mercado, se producen dos tipos de fenómenos: por una parte, redes sociales de solidaridad que aportan soluciones precarias pero bienvenidas a gentes que sufren de una gran precariedad, acciones que intentan ofrecer una contención mínima y urgente a un tremendo desvalimiento producto de la enorme injusticia que amparada en la excusa de la crisis deja sin recursos a una gran cantidad de población. Pero por otra parte, existe una minoría que se enriquece en este contexto y una depauperizada clase media que siempre fluctúa entre colocarse en el lugar de los poderosos o de los desvalidos según los acontecimientos que afecten a su propia economía. De esta clase es de la que quiero ocuparme, sobre todo de sus actitudes que se traducen   en un aumento de la insolidaridad y del egoísmo que paradojalmente no se dirige a las necesidades de  supervivencia sino a un aumento del deseo de objetos que simbólicamente den una sensación de poder, de estatus, como buscando en ellos una satisfacción que hace un cortocircuito con el verdadero lazo social. La falta de calor con los demás, de buenas maneras, de amabilidad, es notoria. Estamos viviendo unos tiempos donde parece reinar como costumbre una indiferencia generalizada,  una anestesia social que invade todos nuestros contactos con los demás. Saludamos sin recibir respuesta en muchas ocasiones, nos atropellan y nos quedamos esperando una disculpa que no llega, tenemos una gentileza con alguien o les hacemos un favor y la palabra gracias brilla por su ausencia. Esas actitudes ásperas y egocéntricas, contribuyen a acrecentar un espacio común hostil que entorpece las relaciones sociales y aumenta la soledad. Si falta amabilidad, cortesía, en el trato social, nos queda el refugio en la intimidad, pero desprovisto de alegría y susceptible de buscar compensación en contactos instantáneos, ilusorios y múltiples, como los que permiten las redes en Internet. Esas suplencias a los verdaderos lazos sociales actúan como los síntomas, satisfacen algo y privan de algo a la vez.  Pero es verdad que debilitan nuestros recursos para las relaciones reales, que siempre exigirán de nosotros un trabajo de adaptación, de pactar con diferencias, de renunciar a un ideal relacional elaborado en función de nuestros deseos y esperar que los otros encajen perfectamente en él. Si pudiésemos lograrlo, seríamos más amables en el trato social.   

Cuando voy en el metro o en el autobús, me dedico a mirar las expresiones de la gente y con mayor frecuencia de lo deseable no encuentro en sus rostros las marcas de la sonrisa, más bien encuentro  las arrugas que dan testimonio de sus amarguras. Miradas vacías de vitalidad, temerosas, sufrientes y sobre todo, expresivas de una profunda soledad donde pareciera que no queda ni un asidero donde evitar el naufragio de las ilusiones. En cuanto a la gente joven, es frecuente verla ensimismada en sus castillos autónomos, con los auriculares en sus oídos escuchando sus músicas y aislándose del resto de la humanidad de manera habitual. Una niña, en las pocas ocasiones en que yo misma tenía unos auriculares puestos mientras esperaba un autobús, se me acercó y gritándome me dijo “así no me escuchas”. Es increíble como una niña pequeña puede ser de manera espontánea la mejor crítica de nuestras costumbres. Me conmovió y hasta me avergonzó haberme olvidado de que los niños pueden sentirse más indefensos que nadie en un mundo que expresa de manera muy evidente su individualismo con actitudes tan notorias de aislamiento. Le sonreí y le pedí disculpas, prometiéndole que no los usaría más que cuando estuviera sola en casa, así  podría ayudarla si me necesitaba. Ella me miró de una manera rara, tal vez porque no estaba acostumbrada a que le dieran explicaciones amables, sino que probablemente obtuviera un silencio hosco o una respuesta agresiva. Tenemos que recuperar un mundo más cálido, sería una buena manera de combatir la indiferencia que se ha colado como valor predominante en las relaciones sociales donde ser cool pareciera dar el toque elegante de distinción que marca la diferencia.   

Una suspensión de la actitud amable tiene como efecto una sensación de soledad aumentada y un repliegue espontáneo de nuestro buen talante que se reserva a un círculo cada vez más reducido de personas. Tal actitud genera una exclusión creciente de los que no forman parte de nuestros allegados con el efecto desagradable y poco saludable de pérdida de la disponibilidad afectuosa que es la base de la amabilidad. La consecuencia de esa falta de amabilidad genera una vivencia de los semejantes como hostiles, que mueve a defenderse con la evitación fría o con una actitud agresiva. Las actitudes fóbicas hacia los demás se potencian de ese modo. Es más fácil seguir la corriente del aislamiento, aunque no lo más sano en este caso, ya que lo más sano sería no esperar que el mundo cambie, sino ser agentes activos para lograr aquello que nos gustaría cambiar, tratar a los demás como nos gustaría ser tratados y no esperar que el mundo se muestre amable para corresponderle con un buen trato. Cambiar nuestra manera de posicionarnos frente a los otros, muchas veces cambia la respuesta que recibimos de ellos, aunque no siempre, pero aún así, la falta de amabilidad deberíamos achacarla a dificultades propias de quien no puede serlo, más que acusar recibo del rechazo comunicacional que falsamente podría afectar nuestra propia valoración de nosotros mismos.

Cuando se trata de comunicarnos con otros también surgen las dificultades propias de la interpretación que hacemos de sus actos o sus decires. Los hechos nunca son hechos incontrovertibles, sino que siempre son susceptibles de ser interpretados de distintas maneras y eso siembra el germen de todos los malentendidos que generan displacer. El problema de la interpretación es que se mueve a un nivel puramente imaginario que depende de nuestras propias creencias y fantasías, no de lo dicho o actuado por los demás. Mucha gente convierte lo que supone en certeza. Y reacciona movida por esa certeza, si bien no se percata que eso incluye el riesgo de equivocarse en lo que interpreta de los demás, cuyas acciones pueden tener un sentido diferente al que les atribuye nuestra propia imaginación. Y así se van edificando muros de incomunicación que resultan nefastos para crear cercanía. Basar nuestro juicio en las palabras dichas por los otros, sería un buen remedio para escapar de la atribución de sentido que damos que puede ir más allá y no pertenecer a su realidad.  

Una relación real con el otro nos pone a prueba ejercitando nuestra paciencia, nos da trabajo. Y aunque eso nos enriquece porque potencia nuestros recursos adaptativos, mucha gente prefiere la soledad narcisista donde poder fabricar un mundo a su medida, haciéndolo habitable con unas personas a las que viste con los ropajes que su imaginación le dicta en función de sus propios anhelos. La era de Internet permite una dispersión, facilidad, anonimato e inmediatez que se limita ser una suplencia de nuestros encuentros reales con los demás, dejándonos debilitados a la hora de afrontar nuestra soledad. Y la promesa de un contacto ilusorio funciona como espejismo de una compañía que pocas veces es tal. El uso intensivo que hacen de las redes sociales quienes buscan cariño, sexo, cordialidad, amistad, sería menor si nuestro mundo social ofreciera más amabilidad.  

CLAUDIA TRUZZOLI
Psicóloga y psicoanalista.
c.truzzoli@gmail.com
Ampliación de mi artículo Recuperar la amabilidad publicado en Mente Sana nº 80. 


domingo, 16 de junio de 2013

DIFERENCIAS ENTRE LA ENVIDIA Y LOS CELOS.




El ser humano, a pesar de ser una de las especies más evolucionadas con respecto a otras, es sin embargo, el más desvalido a la hora de nacer, porque depende totalmente de otro que lo cuide porque si no, muere. No sólo está más desprotegido que cualquier otra especie, sino que su propio psiquismo está en vías embrionarias. Cuando se trata el problema de la violencia doméstica desde ámbitos puramente sociológicos o antropológicos, se desvaloriza el papel que desempeñan la posesividad, los celos y la envidia, con el argumento de que se trata de se trata de condicionamientos genéricos impuestos socialmente. Es verdad que los condicionamientos genéricos refuerzan ciertas identificaciones a asumir comportamientos que se consideran propios del rol genérico, por ejemplo, que un hombre debe ser dominante, agresivo, posesivo, controlador y que una mujer por el contrario, debe ser complaciente, tierna, dejar amplio margen de decisión a su pareja sin inmiscuirse, aceptar sin más su destino de acompañante pasiva sin deseos propios que creen conflicto de intereses. Esa es la imagen tradicional que se ha dado en los arquetipos de género, imagen a la que tratan de responder las mujeres tradicionales, no así las que están marcadas por el cuestionamiento de estos estereotipos, cuestionamiento que ha traspasado a su subjetividad y que se pueden llamar con todo rigor mueres transicionales. Lo mismo vale para los hombres que se han desmarcado de estos estereotipos clásicos y que se preguntan e inquietan por otros modelos de masculinidad sin renunciar a la heterosexualidad. Hombres y mujeres transicionales que buscan nuevas formas de relación más paritaria y que deben enfrentarse no sin dificultades a sus contradicciones interiores, rémora de viejos tiempos del patriarcado. 

Para circunscribirnos al tema de los celos y la envidia, vayamos un poco más lejos, hasta los orígenes de la constitución del psiquismo y veamos cómo afecta de manera desigual la ruptura del ideal fusional que se establece entre madre e hijo y entre madre e hija, para introducir una mirada más exhaustiva a la comprensión de los celos y la posesividad. Al principio del psiquismo, existe una total confusión entre el yo y el otro, entre el bebé humano y su madre, formando ambos un conglomerado único, que además incluye la ilusión de una satisfacción plena de deseos (como lo vive el bebé, si es la madre quien lo vive así, puede representar un peligro para el desarrollo emocional de su criatura). Pero este ideal fusional va mostrando pequeñas y sutiles grietas que progresivamente van introduciendo una diferencia entre uno y otro sujeto, la madre no siempre está cuando se la reclama, a veces hay que esperar a satisfacer el hambre, no siempre se calma un dolor, pero como resultado de todas estas pequeñas diferencias, algo se establece con regularidad cuando la madre después de estas pequeñas ausencias termina apareciendo otra vez. Son separaciones transitorias, superficiales que no afectan al sentido profundo de unión con la madre. Si ella siempre vuelve a estar en el mejor de los casos, se produce un apego beneficioso, una dependencia necesaria para el desarrollo posterior de una autonomía, eufemismo que se utiliza para designar lo que en realidad es una dependencia madura, que consiste en reconocer la necesidad que se tiene de otro u otra, pero con un grado de asertividad que impide aceptar continuar con una relación cuando ésta incluye el maltrato, la descalificación, el abuso, violencia de cualquier tipo o el abandono afectivo.

Si el desarrollo emocional ha sido suficientemente positivo, será muy diferente la manera de vivir los celos, porque en este caso, sólo se pondrán en juego cuando aparezca un rival al que se cree capaz de conquistar el amor de la pareja querida, que no es lo mismo que los celos imaginarios que se sienten cuando la pareja no da motivo ninguno para temer semejante circunstancia. Cuando aparecen celos de este último tipo, se deben más a la inseguridad en el vínculo amoroso o a la proyección de sentimientos propios del celoso en su pareja. No es de descartar tampoco, la posible homosexualidad latente del celoso imaginario que frente al despliegue de su posesividad exagerada, induce sin saberlo a la transgresión a su pareja, como bien ha intuido Tolstoi en su novela La sonata Kreuser.  Hay una película italiana, muy antigua, que se llama El magnífico cornudo, que también expresa muy bien esta intuición. En ella, un marido excesivamente celoso hace seguir a su mujer por un detective para comprobar si ella le es fiel o no, pero tanta obsesión por el tema, provoca el efecto contrario al que se quiere combatir y es que ella a fuerza de ser cuestionada y ser sospechosa decide hacerse merecedora de tal acusación de adulterio y cuando decide pasar al acto, coincide con la circunstancia de que el detective que la seguía ya había hecho un informe al marido de su absoluta fidelidad. Él se queda tan tranquilo mientras su mujer delante de sus narices tiene un juego seductor con un hombre más joven y muy atractivo. La pregunta entonces es la siguiente: ¿el marido quería que ella le fuera fiel o le fuera infiel? Deseo por supuesto inconsciente. Un paciente que yo traté hace mucho tiempo, atormentado por los celos sospechando que su mujer le era infiel, se sintió aliviado cuando buscando en su bolso pruebas de una imaginada infidelidad, comprobó que ella llevaba preservativos en su bolso. Esas contradicciones sólo son comprensibles si apelamos a otra lógica diferente de la que usamos con la conciencia racional, una lógica que responde  a los deseos inconscientes que no son aceptados por la conciencia. Una lógica que nos introduce en el mundo de los sueños que a veces nos resultan incomprensibles pero que son realizaciones de deseos.

Volviendo entonces a la diferencia entre los celos normales, los excesivos y -aparentemente- sin fundamento, y la envidia, nos resulta muy útil un texto de Lacan que se llama La familia, donde habla del complejo de intrusión. Ese complejo Lacan lo ubica en las reacciones sentimentales fraternas frente a la aparición de un nuevo hermano que lo desplaza de la posesión exclusiva que creía tener de su madre. Si la relación con la madre fue muy absorbente, si ella fomentó la ilusión de ser la única persona que su hijo necesitaba, unido al temperamento del niño dispuesto a creer en ello, la aparición de un tercero, sea el padre competidor, sea un hermano o hermanos, provocará un enorme conflicto. Dependiendo del temperamento del niño, si es más agresivo luchará por librarse del competidor, como por ejemplo en la película La luna de Bertolucci, pero si es más inseguro o tímido o desvalorizado, sufrirá de un modo muy particular la envidia. La diferencia entre la envidia y los celos normales es que el envidioso sufre por pensar que otro está disfrutando de un paraíso perdido para él y quiere destruirlo. Se trata de una cuestión más narcisista si se puede decir así. Mientras que los celos normales aparecen cuando alguien intenta arrebatar el amor de una persona a la que uno o una se siente ligado/a. Aquí no se trata de una cuestión de autoestima herida sino de un temor a la pérdida del objeto querido. En la envidia es más una cuestión de orgullo herido que de amor por el objeto. En el varón la cuestión de la posesividad adquiere casi el grado de un derecho porque siente que él es diferente a la madre y que tiene lo que la madre necesita. En la hija, la situación es más complicada,   porque al ser semejantes la madre y la hija, ésta última siente con dolor la intrusión del tercero, pero si es varón, lo siente más aún y queda expuesta a la envidia porque siente que el hermano tiene mayores méritos para conquistar a la madre. Naturalmente estas diferencias subjetivas dependerán mucho de la actitud de la madre en primer lugar y también con posterioridad de la actitud valorativa del padre. Si la madre o el padre o ambos son muy machistas, eso influirá negativamente en la autoestima de la hija que vivirá su propio género como minusválido y quedará más expuesta a la envidia.   
          
Por eso creo que el error de tratar el problema de los celos excesivos o de la posesividad sólo como un condicionamiento de género, es de corto alcance explicativo. Indudablemente, la ideología patriarcal fomenta los estereotipos del hombre dominante y posesivo y de la mujer sufridora, pero esos estereotipos    se anclan en una etapa  del psiquismo que hay que cuidar para un desenlace diferente que no propicie la posesividad masculina y asegure otra asertividad a las mujeres. Si no se tiene esto en cuenta, no serán suficientes las leyes que intentan conseguir un trato igualitario entre los géneros, ni las que toman medidas contra la violencia hacia las mujeres. El resultado es claro, hay índices de violencia cada vez más brutal. No solucionar el problema desde dentro, intentar circunscribirlo sólo a cuestiones legales o sociológicas, es una ceguera que impide que las relaciones entre géneros sean verdaderamente paritarias y humanas. No es suficiente la condena penal, necesaria por supuesto en caso de delito, porque los hombres que han asesinado a sus mujeres por considerarlas suyas pese a todo, sin contar con los deseos de ellas mismas, sostienen que al salir de la cárcel las matarán en venganza por hacerlos sufrir. 

Una de las cuestiones que sí habría que revisar para intentar minimizar la violencia, es la desposesión de los bienes comunes cuando se produce el divorcio, que generalmente favorece a una de las partes, que por lo general, suele ser la madre y los hijos con el pretexto que los hijos tienen que tener un lugar donde vivir. Cierto, pero eso no implica que no se pueda vender el bien familiar, repartir el dinero conjunto y dejar a cada uno/a su cuota de responsabilidad para la vida futura en una vivienda particular para cada uno/a, y repartiendo el peso de la responsabilidad de los hijos, no sólo económica sino sentimental. Ese sería el ideal de como deberían proceder padres y madres responsables de su propia existencia y la de sus hijos. Y ese sería también el ideal de una sociedad que pudiera permitir económicamente a todos esa posibilidad. Pero tristemente asistimos a hechos muy lejanos de ese ideal. Cuando los padres acuden a un juicio por divorcio contencioso están demostrando un fracaso en su capacidad  simbólica.o dicho de otra manera, un fracaso en su capacidad de resolver sus problemas hablando, y por supuesto, no involucrando a los hijos en sus conflictos sino actuando de cara a ellos pensando en su propio desarrollo emocional y sus necesidades. Esto requiere una madurez que tristemente se ve poco. Si a esto unimos una idiosincracia que hace de la ilusión de autonomía de un yo fuerte y potente el ideal en el que una persona intenta dirigir su vida, los hará resistentes a cualquier tipo de ayuda terapéutica donde podrían retomar las riendas de un desarrollo emocional detenido.  

CLAUDIA TRUZZOLI
Psicóloga y psicoanalista
c.truzzoli@gmail.com