El ser humano, a
pesar de ser una de las especies más evolucionadas con respecto a otras, es sin
embargo, el más desvalido a la hora de nacer, porque depende totalmente de otro
que lo cuide porque si no, muere. No sólo está más desprotegido que cualquier
otra especie, sino que su propio psiquismo está en vías embrionarias. Cuando se trata el problema de la violencia doméstica desde ámbitos puramente sociológicos o antropológicos, se desvaloriza el papel que desempeñan la posesividad, los celos y la envidia, con el argumento de que se trata de se trata de condicionamientos genéricos impuestos socialmente. Es verdad que los condicionamientos genéricos refuerzan ciertas identificaciones a asumir comportamientos que se consideran propios del rol genérico, por ejemplo, que un hombre debe ser dominante, agresivo, posesivo, controlador y que una mujer por el contrario, debe ser complaciente, tierna, dejar amplio margen de decisión a su pareja sin inmiscuirse, aceptar sin más su destino de acompañante pasiva sin deseos propios que creen conflicto de intereses. Esa es la imagen tradicional que se ha dado en los arquetipos de género, imagen a la que tratan de responder las mujeres tradicionales, no así las que están marcadas por el cuestionamiento de estos estereotipos, cuestionamiento que ha traspasado a su subjetividad y que se pueden llamar con todo rigor mueres transicionales. Lo mismo vale para los hombres que se han desmarcado de estos estereotipos clásicos y que se preguntan e inquietan por otros modelos de masculinidad sin renunciar a la heterosexualidad. Hombres y mujeres transicionales que buscan nuevas formas de relación más paritaria y que deben enfrentarse no sin dificultades a sus contradicciones interiores, rémora de viejos tiempos del patriarcado.
Para circunscribirnos al tema de los celos y la envidia, vayamos un poco más lejos, hasta los orígenes de la constitución del psiquismo y veamos cómo afecta de manera desigual la ruptura del ideal fusional que se establece entre madre e hijo y entre madre e hija, para introducir una mirada más exhaustiva a la comprensión de los celos y la posesividad. Al principio del psiquismo, existe una total confusión entre el yo y el otro, entre el bebé humano y su madre, formando ambos un conglomerado único, que además incluye la ilusión de una satisfacción plena de deseos (como lo vive el bebé, si es la madre quien lo vive así, puede representar un peligro para el desarrollo emocional de su criatura). Pero este ideal fusional va mostrando pequeñas y sutiles grietas que progresivamente van introduciendo una diferencia entre uno y otro sujeto, la madre no siempre está cuando se la reclama, a veces hay que esperar a satisfacer el hambre, no siempre se calma un dolor, pero como resultado de todas estas pequeñas diferencias, algo se establece con regularidad cuando la madre después de estas pequeñas ausencias termina apareciendo otra vez. Son separaciones transitorias, superficiales que no afectan al sentido profundo de unión con la madre. Si ella siempre vuelve a estar en el mejor de los casos, se produce un apego beneficioso, una dependencia necesaria para el desarrollo posterior de una autonomía, eufemismo que se utiliza para designar lo que en realidad es una dependencia madura, que consiste en reconocer la necesidad que se tiene de otro u otra, pero con un grado de asertividad que impide aceptar continuar con una relación cuando ésta incluye el maltrato, la descalificación, el abuso, violencia de cualquier tipo o el abandono afectivo.
Si el desarrollo emocional ha sido suficientemente positivo, será muy diferente la manera de vivir los celos, porque en este caso, sólo se pondrán en juego cuando aparezca un rival al que se cree capaz de conquistar el amor de la pareja querida, que no es lo mismo que los celos imaginarios que se sienten cuando la pareja no da motivo ninguno para temer semejante circunstancia. Cuando aparecen celos de este último tipo, se deben más a la inseguridad en el vínculo amoroso o a la proyección de sentimientos propios del celoso en su pareja. No es de descartar tampoco, la posible homosexualidad latente del celoso imaginario que frente al despliegue de su posesividad exagerada, induce sin saberlo a la transgresión a su pareja, como bien ha intuido Tolstoi en su novela La sonata Kreuser. Hay una película italiana, muy antigua, que se llama El magnífico cornudo, que también expresa muy bien esta intuición. En ella, un marido excesivamente celoso hace seguir a su mujer por un detective para comprobar si ella le es fiel o no, pero tanta obsesión por el tema, provoca el efecto contrario al que se quiere combatir y es que ella a fuerza de ser cuestionada y ser sospechosa decide hacerse merecedora de tal acusación de adulterio y cuando decide pasar al acto, coincide con la circunstancia de que el detective que la seguía ya había hecho un informe al marido de su absoluta fidelidad. Él se queda tan tranquilo mientras su mujer delante de sus narices tiene un juego seductor con un hombre más joven y muy atractivo. La pregunta entonces es la siguiente: ¿el marido quería que ella le fuera fiel o le fuera infiel? Deseo por supuesto inconsciente. Un paciente que yo traté hace mucho tiempo, atormentado por los celos sospechando que su mujer le era infiel, se sintió aliviado cuando buscando en su bolso pruebas de una imaginada infidelidad, comprobó que ella llevaba preservativos en su bolso. Esas contradicciones sólo son comprensibles si apelamos a otra lógica diferente de la que usamos con la conciencia racional, una lógica que responde a los deseos inconscientes que no son aceptados por la conciencia. Una lógica que nos introduce en el mundo de los sueños que a veces nos resultan incomprensibles pero que son realizaciones de deseos.
Volviendo entonces a la diferencia entre los celos normales, los excesivos y -aparentemente- sin fundamento, y la envidia, nos resulta muy útil un texto de Lacan que se llama La familia, donde habla del complejo de intrusión. Ese complejo Lacan lo ubica en las reacciones sentimentales fraternas frente a la aparición de un nuevo hermano que lo desplaza de la posesión exclusiva que creía tener de su madre. Si la relación con la madre fue muy absorbente, si ella fomentó la ilusión de ser la única persona que su hijo necesitaba, unido al temperamento del niño dispuesto a creer en ello, la aparición de un tercero, sea el padre competidor, sea un hermano o hermanos, provocará un enorme conflicto. Dependiendo del temperamento del niño, si es más agresivo luchará por librarse del competidor, como por ejemplo en la película La luna de Bertolucci, pero si es más inseguro o tímido o desvalorizado, sufrirá de un modo muy particular la envidia. La diferencia entre la envidia y los celos normales es que el envidioso sufre por pensar que otro está disfrutando de un paraíso perdido para él y quiere destruirlo. Se trata de una cuestión más narcisista si se puede decir así. Mientras que los celos normales aparecen cuando alguien intenta arrebatar el amor de una persona a la que uno o una se siente ligado/a. Aquí no se trata de una cuestión de autoestima herida sino de un temor a la pérdida del objeto querido. En la envidia es más una cuestión de orgullo herido que de amor por el objeto. En el varón la cuestión de la posesividad adquiere casi el grado de un derecho porque siente que él es diferente a la madre y que tiene lo que la madre necesita. En la hija, la situación es más complicada, porque al ser semejantes la madre y la hija, ésta última siente con dolor la intrusión del tercero, pero si es varón, lo siente más aún y queda expuesta a la envidia porque siente que el hermano tiene mayores méritos para conquistar a la madre. Naturalmente estas diferencias subjetivas dependerán mucho de la actitud de la madre en primer lugar y también con posterioridad de la actitud valorativa del padre. Si la madre o el padre o ambos son muy machistas, eso influirá negativamente en la autoestima de la hija que vivirá su propio género como minusválido y quedará más expuesta a la envidia.
Por eso creo que el error de tratar el problema de los celos excesivos o de la posesividad sólo como un condicionamiento de género, es de corto alcance explicativo. Indudablemente, la ideología patriarcal fomenta los estereotipos del hombre dominante y posesivo y de la mujer sufridora, pero esos estereotipos se anclan en una etapa del psiquismo que hay que cuidar para un desenlace diferente que no propicie la posesividad masculina y asegure otra asertividad a las mujeres. Si no se tiene esto en cuenta, no serán suficientes las leyes que intentan conseguir un trato igualitario entre los géneros, ni las que toman medidas contra la violencia hacia las mujeres. El resultado es claro, hay índices de violencia cada vez más brutal. No solucionar el problema desde dentro, intentar circunscribirlo sólo a cuestiones legales o sociológicas, es una ceguera que impide que las relaciones entre géneros sean verdaderamente paritarias y humanas. No es suficiente la condena penal, necesaria por supuesto en caso de delito, porque los hombres que han asesinado a sus mujeres por considerarlas suyas pese a todo, sin contar con los deseos de ellas mismas, sostienen que al salir de la cárcel las matarán en venganza por hacerlos sufrir.
Una de las cuestiones que sí habría que revisar para intentar minimizar la violencia, es la desposesión de los bienes comunes cuando se produce el divorcio, que generalmente favorece a una de las partes, que por lo general, suele ser la madre y los hijos con el pretexto que los hijos tienen que tener un lugar donde vivir. Cierto, pero eso no implica que no se pueda vender el bien familiar, repartir el dinero conjunto y dejar a cada uno/a su cuota de responsabilidad para la vida futura en una vivienda particular para cada uno/a, y repartiendo el peso de la responsabilidad de los hijos, no sólo económica sino sentimental. Ese sería el ideal de como deberían proceder padres y madres responsables de su propia existencia y la de sus hijos. Y ese sería también el ideal de una sociedad que pudiera permitir económicamente a todos esa posibilidad. Pero tristemente asistimos a hechos muy lejanos de ese ideal. Cuando los padres acuden a un juicio por divorcio contencioso están demostrando un fracaso en su capacidad simbólica.o dicho de otra manera, un fracaso en su capacidad de resolver sus problemas hablando, y por supuesto, no involucrando a los hijos en sus conflictos sino actuando de cara a ellos pensando en su propio desarrollo emocional y sus necesidades. Esto requiere una madurez que tristemente se ve poco. Si a esto unimos una idiosincracia que hace de la ilusión de autonomía de un yo fuerte y potente el ideal en el que una persona intenta dirigir su vida, los hará resistentes a cualquier tipo de ayuda terapéutica donde podrían retomar las riendas de un desarrollo emocional detenido.
CLAUDIA TRUZZOLI
Psicóloga y psicoanalista
c.truzzoli@gmail.com